Capítulo 5

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Me encontraba perdida entre mis pensamientos, observando la punta de mis pantuflas sobre la mesa de madera. El color amarillo, la forma, todo en general.

A veces, días como ese, solía ser un poco masoquista y recordaba a mi padre. A veces, días como ese, lo culpaba por haberme hecho así, sin creencias amorosas con las que podía soñar de vez en cuando. Recordaba todas las veces que esperé verlo en primera fila, orgulloso de mí, mientras participaba en algún evento escolar o las esperanzas que tenía de encontrarlo por casualidad en algún pasillo del supermercado y que él me abrazara. Eso le había sucedido a Claudia, una compañera de primaria, y presumió tanto, que llegué a tenerle envidia. Siempre esperé a papá, pero él nunca llegó.

Un día lo acepté, acepté que siempre íbamos a ser mi madre y yo, yo y mi madre, y nadie más. Mi padre nos abandonó meses después de que yo naciera y muchas veces intenté encontrar una explicación lógica para que decidiera eso, e incluso, mi madre intentó excusarlo, pero ya nada importaba, porque a mis siete años ya sabía que mi familia no era la típica familia feliz y, a pesar de eso, yo estaba bien.

A una corta edad, me di cuenta de que, esos amigos de mi madre que llegaban a sacar de casa para ir a citas románticas, en verdad eran sus amantes. Había aprendido que las charlas de mi abuelo eran para que ella lograra superar un amor fallido y consiguiera a un buen hombre que la amara de corazón. Notaba los ojos inflamados de mamá por haber llorado y los intentos de su mejor amiga para sacarla del hueco que había formado para ella misma.

No era estúpida, quizás nunca lo fui. Sabía que los hombres difícilmente van a amarte y, sobre todo, sabía que solucionaban todo con dinero; lo pensaba y lo seguía pensando a mis veintiún años.

Mi padre me lo enseñó en todos esos años que llevaba de vida. Mi padre, Hendry Hurt, gran hombre, según la sociedad, gran político, según su equipo, un asco de padre con título de reconocimiento, según yo. El tipo frío que solo sabía dar órdenes. El tipo que se encargaba de cumplir con todos mis caprichos sin excusa alguna. El tipo que me dejó a cargo de mi madre, y no me malinterpretes porque no era que mi madre fuera la peor persona del mundo, era una mujer luchadora que siempre buscó lo mejor para mí, y creo que esa fue su mejor decisión al irse.

Mamá era dos en uno, siempre estuvo para mí; incluso cuando las cosas se ponían intensas. Tuvo que ponerse los pantalones de hombre y los de mujer al mismo tiempo. Trabajar horas extrañas en un segundo trabajo para mantener un buen estilo de vida sin la ayuda del abuelo, tomar tiempo para cuidarme y explicarme cosas que a veces no comprendía, esforzarse para que no odiara a un hombre, al que debía decirle padre, y pudiera ser feliz en un futuro.

Todavía recordaba su reacción cuando dije mi primera mala palabra frente a ella:

¡Maldita sea, Barney! — apunté con mi cuchara llena de puré de papa en dirección al televisorEres un cursi monstruo morado.

¿Con esa boca besas tu almohada? — mi madre, al ver mi expresión, comenzó a reír — ¿Crees que no sé qué practicas tu primer beso con tu almohada? Yo la lavo diario — se cruzó de brazos —. No dejaré que mi hija aprenda malas palabras. Ven para acá, señorita.

Al notar que yo no avanzaba, ella lo hizo por mí. Me tomó de la oreja y me arrastró hasta la cocina. Abrió la puerta de gran refrigeradora en donde había un pequeño envase con la forma de la virgen María. La madre de Esther había viajado a Costa Rica y compró el envase en una iglesia reconocida, jurando que estaba lleno de agua bendita.

Sin saberlo, ya había tomado unos tragos para refrescarme en los días más calurosos del verano y lo rellenaba con agua del grifo para que mamá jamás lo notara. Y claro, mamá jamás lo sospechó. Por eso, colocó el envase en mi boca, dejando que toda el agua llenara mi cavidad bucal.

Juro que eras pasajeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora