Jamás me arrepentiré de haber vivido los noventa y siempre diré que eran los mejores años para las fiestas y las noches interminables con las ganas de vivir la vida que tenía cada joven. Amigas, chicos lindos, licor. Todo era una locura. La magia explotando a través de la música, el baile y las risas.
Esther y yo teníamos muy en cuenta que éramos jóvenes, solteras y, lo mejor de todo, hacíamos las mejores fiestas de la universidad. Habíamos ganado ese título en el primer verano como universitarias y la única sola razón fue que sabíamos combinar el alcohol de calidad con el baile y que teníamos las posibilidades de traer la moda de los noventa en cada fiesta. Puede que parezca ridículo, pero la espuma era algo que no podía faltar. Aunque sabíamos que, luego de cada fiesta, nuestro apartamento era un asco, igual pensábamos que valía la pena.
Entonces, ahí estábamos, de pie en el centro de la sala de nuestro apartamento. Era viernes por la noche, el primer viernes del año estudiantil, y todo debía aferrarse a lo planeado.
Los encargados de colocar la música y la máquina de espuma, se encontraban ayudándonos a mover todas esas cosas que se podían quebrar o extraviar. Nunca habían fallas. Organizabamos todo en un mapa improvisado del lugar, antes de comenzar a mover los equipos en el lugar de siempre, y luego íbamos acomodando las cosas para dejar espacios y que se viera bien; la maquina de espuma, la comida y el licor en los puntos correctos.
Una vez terminado todo, me tomé la tarea de ir caminando punto por punto para confirmar que todo estaba bien.
Los parlantes, junto a la máquina de espuma, fueron colocadas al fondo de la sala con algunos sillones para tres personas cerca de estos. En la cocina, la isla se encontraba repleta de licor con bocadillos que Esther había conseguido en algún lado y vasos descartables. También compramos accesorios dorados para los invitados: gorros, lentes, e incluso, paquetes de condones dorados que se encontraban discretamente dentro de peceras redondas.
Martha ubicó cada pecera en los puntos más accesibles de la casa, es decir: cerca de los sillones, terraza, cocina y de más. Siempre pensábamos que la protección era elemental en nuestras fiestas porque lo menos que queríamos era que nos dijeran: «esta es mi bendición, lo concebimos en tu fiesta».
De verdad que nos estábamos esmerando demasiado en cada detalle, pues claro, de todas las fiestas organizadas en los años que llevábamos en la universidad, esta tenía que ser la mejor. No solo porque era la primera, sino por dos chicos: Diego y Santiago. No sabíamos porqué, de la noche a la mañana, teníamos tanto interés en ellos. Es cierto, no eran iguales a los demás. Ellos tenían algo que nos llamaba demasiado la atención, pero no sabíamos que era. Tal vez sus sonrisas. Tal vez sus ojos. Lo que si teníamos seguro es que luego de tenerlos sobre nosotras, jamás volveríamos a saber de ellos; al menos yo lo tenía claro.
— Creo que estamos listas — junto a Esther, observábamos todo lo preparado. Asentí, al ver nuestra creación —. ¿Sobre qué deberíamos hablar con ellos?
La vi, tenía esa mirada de estúpida otra vez. Había sucedido muchas veces en esa semana y, cada vez que sucedía, más ganas me daban de golpearle con todas mis fuerzas.
— ¿De qué crees tú, estúpida?, ¿patitos feos y princesas dormilonas?
Se quedó seria, viéndome de hito a hito. En eso, su brazo rodeó mi cintura y empezó a empujarme hasta entrar a su habitación.
— Vamos a cambiarte, Samantita.
— Esto ya se puso raro — intenté alejarla de mí —. ¿Qué haces?
— Nuestra amistad siempre ha sido rara, cariño.
Cuando el reloj marcó las nueve de la noche, Esther estaba terminando de maquillar mi rostro. Podía sentir sus dedos tensionados en mi barbilla y su aliento golpeando directamente en mi ojo. Por poco y las lágrimas se me escapaban por su culpa. Retiró algunos rollos de mi cabello, aplicó aerosol para que durara toda la noche y me subió el borde del vestido para hacerme lucir más sexy.
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Juro que eras pasajero
Teen FictionSamantha Hurt gritaba aventura en cada ángulo de su rostro, y no precisamente una aventura de campo en pleno verano a como muchos imaginaran. Sam Hurt era una jugadora. Sam no creía en las historias de amor. Ella prefería la ciencia, y sus creencias...