Capítulo 28

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¿Sabes cuál es problema del alcohol? Que es un muy mal consejero. El alcohol es ese que te dice "míralo, está guapo" cada vez que el mesero se acerca con su colonia de macho pecho peludo y su cabello lleno de fijador; o el mismo que te susurra que cantas igualito a Madonna. ¡Un embustero! ¡Un traidor! Pero... pero pensaba, si ya confíe en las palabras de un hombre, entonces no me vendría mal confiar en los efectos secundarios de un buen licor ¿cierto? A lo que voy es que en mi vida me he arrepentido de muchas cosas, como por ejemplo: intentar consolar el corazón de Esther porque había decidido que el mío debía pasar a segundo plano. Es más, si pensaba en mis sentimientos rotos, aplastados y ahogados, probablemente todo iba a ser un jodido desastre.

Ahora, seamos honestas, ¿a quién se le ocurría traer a una chica con el corazón roto a un karaoke mexicano? Si, solo a mí. Y justo ahí, un par de días después de mandar todo a la mierda, habíamos reservado una de las mejores mesas del local, comprado el mejor tequila y pedido un par de micrófonos con estrellitas metálicas que iban pegadas en toda la carcasa. A este punto no sabía si reír, llorar, gritar o hacer las tres cosas a la misma vez. Es más, el tiempo pasaba tan lento que se volvía torturador. En todos esos días me había dado cuenta que veinticuatro horas era demasiado para un corazón que cantaba con cristales rotos. 

Levanté la mirada del punto vacío al que me había aferrado para vivir y miré a dos Esther dejando hasta el último pedazo de pulmón en una canción mexicana. Las lágrimas no dejaban de caer y en ciertas estrofas la voz se le quebraba por un sollozo. 

Yo no nací para amar, nadie nació para mí...

Me tapé los oídos con las manos y presioné duro. En eso, el mesero se acercó con un papelito y me miró como si comprendiera la situación. La misma escena se repetía todos los días desde que habíamos descubierto el karaoke en uno de los barrios más latinos de la ciudad. Miré el reloj que colgaba de la pared y confirmé que eran las cinco de la mañana. Perfecto, habíamos logrado sobrevivir un día más.

— Señorita, ya vamos a cerrar.

— ¿No puedes esperar, Paco?

— Necesitamos dormir.

Detrás de él otro mesero y el tipo de la barra asintieron en total acuerdo. 

— Espera que termine la canción por lo menos.

— Mis oídos... — susurró preocupado, viendo a mi amiga —. Está bien, esperaremos.

Esther logró terminar la canción con lo que le quedaba de aliento y tambaleándose volvió a mí.

— Tenemos que irnos.

— Lo sé. — miró el techo preocupada —. No quiero dormir.

— Llevas sin hacerlo todos estos días. Luces fatal.

Sonrió, pero esa sonrisa no le llegó al par de ojos castaños. Al menos eso me pareció ver luego de parpadea cuatro veces. 

— ¿Qué me dices de ti?

— ¿Crees que soy débil?

— ¿Creerlo? — volvió a sonreír — No lo eres. O tal vez si. No lo sé, estoy ebria. Pero una vez leí que estamos tan acostumbrados a disfrazarnos para los demás que al final nos disfrazamos para nosotros mismos, y pienso que tiene razón. Deja de creer que nada duele cuando todo arde. Deja de fingir que estás bien, cuando estar mal también está bien. — guardó silencio cuando el mesero volvió —. ¿Lo extrañas?

Me mordí el interior de las mejillas.

— No.

— Mentirosa.

Juro que eras pasajeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora