Capítulo 23

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¿Nunca te ha sucedido que despiertas y tienes mil razones para querer comerte el mundo? Yo... quizás no lo vi ese día, pero ahora, muchos años después, pienso que, si algo tenemos en común, es que en este juego llamado vida todo comienza a cambiar por ese último primer día. A como te dije antes, para aquel tiempo, a mediados de los noventa, mi vida era un jodido desastre... hasta que esa noche me di cuenta que algo había cambiado.

Eran casi las diez de la noche y el ambiente se sentía pesado. Sentada en una de los sillones me dije que todo estaba bien e iba a estar bien, pues ese era mi lugar, pero a la misma vez algo muy dentro de mí me gritaba que ni siquiera sabía cuál era ese sitio al que pertenecía. Sí, me sentía perdida. ¿Cómo podía ser ese mi lugar si, de un momento a otro, la música se me hacía molesta y el olor a tabaco asqueroso? Incluso llegué a pensar que un mes sin fiestas me había acostumbrado al silencio, la paz y la limpieza, pero solo intentaba engañarme.

Yo era de ese tipo de chicas que siempre intentan engañarse y, es que, estaba tan cansada..., tan aburrida y con mil ganas que huir, pero ¿por qué no huía si nada me detenía?

— ¿Me puedes explicar esa cara de amargura? — gritó Esther — ¿Acaso ya se acabaron los condones?

Miré la lata de mi cerveza, confundida y un tanto amargada. Ella terminó de sentarse a un lado, moviendo la cabeza al ritmo de la música.

— ¿Por qué no huimos de un lugar si nada nos detiene?

Pensé que la música no me había dejado escucharle, pero la verdad es que ella no respondió. No me preguntes que sucedió, ni lo que ella estuvo pensado, pues a veces, por más que conozcas a alguien, los pensamientos son tan profundos que se vuelven difíciles de explicar y ella nunca se tomó el tiempo de querer hablar.

— Porque a veces la vida es como ir a una tienda de conveniencia solo para cenar.

— ¿Qué dices?

— ¿No crees que comer en una tienda de conveniencia no es tan buena idea?

Parpadee, sin saber lo que quería decir.

— No sabría qué responder — le di otro trago a mi cerveza —. Es decir, no lo hago siempre porque... no sé, no es una comida normal.

— ¿Y por qué no es una comida normal?

— Porque solo tienen pizza y... hamburguesas y... — suspiré cansada —. Comida basura, ¿de acuerdo? Comida basura que nunca cambia.

— Pero igual lo haces, Sam... — sonrió —. Ir a una de esas tiendas es como cuando abres la nevera y sabes que la comida no va a cambiar, pero igual lo haces porque piensas que, mágicamente, encontrarás un pedazo de comida deliciosa. Así es la vida. Caminas sobre el sendero que te dicen que es el correcto pensando que mágicamente algo cambiará, pero el secreto es que nada cambiará si tú no quieres que cambie.

Si, ella tenía razón. Yo misma me había enterrado en llevar una vida con gritos como "¡Mierda!" "¡Puta!" "¡Maldita sea!" cada quince minutos, pero estaba muy joven para tener esa conversación; demasiado inexperta para entender que los superhéroes no tienen capaz, ni alzan vuelo; excesivamente inmadura para comprender que siempre hay luz al final del túnel.

Entonces, se me ocurrió hacer lo que siempre me salvaba: cambiar de conversación.

— ¿Qué hiciste con Demi y los dálmatas?

— Los mandé al departamento de Martha.

— Bien.

Miré la puerta principal. Llevaba más de una hora sentada en el mismo sillón y, si mis cuentas no fallan, conté a más de veinte personas entrando y saliendo, pero ni una pista de Diego o Santiago.

Juro que eras pasajeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora