Capítulo 8

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— Te dije que era mala idea.

Miré el reflejo de Esther sobre el vidrio de la puerta, a un lado del mío. Se miraba ansiosa, desesperada y urgida por larse de ese lugar. Yo tampoco quería estar ahí. Siquiera podía creer lo que estaba viendo, era la imagen realmente mala de una vida paralela a la que no estaba acostumbrada. Faldas hasta el ojo del pie y camisas que llegaban al cuello, cubriendo cualquier espacio en donde se podría ver algo de piel. Esas eran las características de las mujeres que andaban caminando dentro de ese lugar; las características de la ropa que nos cubría.

Mentiría si dijera que era la primera vez que iba a un lugar así, porque mi abuela era fiel devota de su iglesia y, además, me llevaba a su iglesia cuando era muy pequeña. El problema es que nosotras no siempre íbamos para escuchar la palabra de Dios, porque la abuela enamoramiento profundo con la imagen del sacerdote, era su fan. Todo sin que me abuelo se diera cuenta en todos esos años. El punto es que yo no iba a una iglesia desde mis diez años, once o casi doce años. Mucho tiempo sin pisar un lugar como este, por eso no me culpaba por haber sentido un escalofrío solo de ver quienes me rodeaban.

— Esto es demasiado — Esther tomó mi muñeca, impresionada por lo que miraba —. Realmente demasiado.

— No lo creo, es normal, ¿no? — miré a una señora de cabello negro, pidiendo perdón por haber visto de más la mano de un hombre cualquiera —. Si, normal.

Comprendía a Esther, yo también estaba asombrada. Siempre había escuchado sobre la iglesia y algunas de sus exageraciones. A pesar de eso, yo comprendía que era cosa de cultura y respetaba las creencias de todo el mundo, igual, cada quien creía en lo que quería y a su manera, pero nunca tuve una experiencia tan vivida como esta.

Las señoras con el cabello casi blanco, que cantaban detrás de una baranda de madera con la misma emoción que puede tener una gata en celo, nos miraban de pie a cabeza, examinándonos para aprobar que camináramos entre ellos. Los niños lloraban, los hombres rezaban y July nos invitaba a pasar entre empujones pequeños a la comunidad que la vio crecer.

Así es, según ella, un cambio comenzaba desde el interior de nosotras; comenzaba después de dos largas horas de sermón por parte de un sacerdote fundido en una toga morada que nos abofeteaba con palabras fuertes cada vez que nos miraba.

— Aún podemos irnos — Esther, de acuerdo conmigo, asintió. Nos dimos media vuelta y, justo cuando íbamos a dar el primer paso para correr fuera de esas cuatro paredes, July nos tomó de los brazos —, o quizás no.

— ¡Chicas!, ¿a dónde van? — ella inclinó su cabeza — ¿piensan escapar?, ¡Ay, por favor! La iglesia no se ha quemado, esa es una buena señal, ¿saben? podemos continuar. 

Me molestaba que ella riera de sus propios chistes sin sentido. Desde el momento en el que habíamos cruzado el umbral de la puerta, no dejó de mencionar lo impresionante que era vernos sin retorcernos en el piso o sin que nuestros cuellos se giraran en trescientos sesenta grados como alguna mala película de miedo.

— Si, July, mira — piensa rápido, piensa rápido, pensé. Entonces, miré a mi amiga con su ceño fruncido y los dientes presionando sus labios —. Esto, si, Esther... ella — capté su mirada —... a ella le llegó Andrés y, ya sabes, si no nos vamos ahorita, esto se convertirá en el mar rojo y nada quiere eso.

Esther me fulminó con la mirada. Estaba molesta, incomoda y con locos deseos de irse a nuestro apartamento para dormir y descansar de la loca mañana que estábamos teniendo. Nuestras cabezas dolían por habernos despertado demasiado temprano por los fuertes golpes en nuestra puerta principal y lo peor fue ver a la pelirroja con aspecto sereno al otro lado.

Juro que eras pasajeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora