Capítulo 14

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— Entiende que no puedes obligar a alguien a amarte. — le dije.

— ¿Quién lo dice?

Cruzó el peso de su cuerpo a la otra pierna, tomando un porte amenazante con sus brazos cruzados y el ceño fruncido. Respiré hondo, rezando por toda mi calma y le sonreí de oreja a oreja para no decirle cualquier estupidez que se me viniera a la mente.

— La ley, Hannah. La ley dice que no le puedes obligar a nadie.

— ¿En qué articulo?

— ¡La puta ley lo dice, carajo, no insistas! — grité —. Eres terca como una mula, ¿sabías?

— ¿Qué jodido es eso, Sam?

Me dirigí al lavamanos más cercano y enjuagué mis manos con fuerza, viéndola a través del espejo para no matarla de un manotazo. Sus ojos oscuros estaban rojos por toda la maría que se había fumado en algún salón vacío de la universidad y su cabello, rubio como el de una chica oxigenada, caía en ondulaciones cerradas sobre sus hombros.

— La combinación entre una yegua y un burro, pero tú le tiras más al burro — me di media vuelta —. Bruta, realmente bruta.

— Tú siquiera sabes de leyes.

— Me acosté con un casi abogado, eso me da algo de información.

— El semen no es una biblioteca, Hurt.

— Y lo bruta nunca se te va a quitar. Eso es peor, Lorentto.

Una de las puertas se abrió su fuerza, asustándonos a ambas. La imagen fastidiada de Esther se abrió paso entre ambas, estaba totalmente furiosa lo podía ver en las cejas que casi se le unían. Golpeó mi cabeza y jaló del brazo a Hannah, la misma que estaba completamente perdida entre los rasgos morenos de mi mejor amiga. Parecía un carnívoro viendo un pedazo de carne luego de una semana de abstinencia.

Señaló la puerta del baño con su dedo índice, mirando fijamente a la rubia, y luego habló:

— Es un delito perseguirme por la universidad, ¡fuera! — Hannah, resignada, salió por la puerta. Luego, Esther me señaló, furiosa — Y tú, pendeja, ¿esa es tú manera de defenderme?

— Hice lo que pude.

— ¡Me mantuviste encerrada cuarenta minutos dentro de ese baño!

— Y mira que pudieron ser más. ¿Qué haces?, ¡duele!

Esther me sacó del baño con los mechones de mi cabello enredados entre sus dedos largos. Las personas pegaban sus espaldas a los casilleros más cercanos para permitirnos pasar, mientras algunos hombres de deleitaban mirando el borde de mi escote.

Me sentía una niña pequeña que estaba siendo regañada y, para ser sincera, no era primera vez que pasaba. Era obvio que Esther era mucho más seria que yo, cuando quería por supuesto, y solía regañarme como si fuese mi madre. Sin embargo, esta vez tuve un salvador: Santiago Mendoza.

Mi mejor amiga me soltó en cabello al verlo sentado en una de las bancas del patio frontal, junto a su mejor amigo. Ella arregló su cabello, alisó su camisa y luego me hizo verle los dientes por si tenía algún resto de pollo frito.

Caminó exagerando el trasero, obligándome a ir junto a ella. Santiago de inmediato la reconoció y se puso de pie.

— Esther — sonrió en su dirección —, ¿cómo estás?

— Yo estoy bien, gracias por preguntas. Quizás tengo un poco de dolor de cabeza porque Esther iba a... ¡duele!

Diego reprimió una risa detrás de Santiago en cuanto el puño de mi amiga dio en mi abdomen.

Juro que eras pasajeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora