Capítulo 17

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Respiré hondo, olfateando el olor a cera caliente, bandas de tela y cremas hidratantes de coco, fresa, mantequilla de maní, lima limón y césped recién cortado. A parte, sentía los grados frios del aire acondicionado que me erizaban la piel y escuchaba los murmullos de las mujeres que trabajaban en el local, también los gritos de otras mujeres que se encontraban en algún cuarto oculto, tendidas en una camillas. 

Con los ojos cerrados y mucho cuidado para que mi trasero no saliera a la luz, me senté en el centro de la camilla. Mis pies quedaron debajo de mi trasero y mis brazos sobre mis rodillas, apenas pude formar círculos con mis dedos para comenzar mi ritual de paz. 

— No los voy a matar — respiré profundo, sonriendo para creer mis propias palabras —. No los voy a matar — volví a respirar profundo —. No les voy a arrancar la piel. Amm...

La puerta del cuarto se abrió y sentí la fragancia a alcohol que Keyla, la chica encargada de mi depilación, siempre llevaba encima. Mis piernas se cerraron por voluntad propia cuando ella hizo sonar los guantes de látex a un extremo de la camilla. 

Sabía que esa vez iba a doler; sabía que iba a gritar; sabía que en verdad los iba a matar. 

— ¿Lista? — me preguntó.

— Amm... no — abrí un ojo —. Oye, ¿segura no se puede con tijeritas?

Negó.

— Si lo hago así, me llevaría mucho tiempo y podía cortarte.

— No veo el problema, Keyla.

— Quedarás más lastimada.

— ¡Solo hazlo, Sam! — Esther gritó al otro lado de la puerta.

Keyla me tiró sobre la camilla, jaló mis piernas y me obligó a abrirlas. Ella ya había aplicado el gas industrial sobre la tela fina de mi interior, solo tenía que esperar cinco minutos para jalar con todas sus fuerzas. En pocas palabras, ya era tiempo de quitar toda la forestación. 

— No lo hagas, Keyla.

— Me pagan por hacer estas cosas, Sam. Le he tomado gusto a los gritos ajenos. 

— ¡Dile a Diego que eso es deforestación! — volvió a gritar mi mejor amiga — ¡Está matando al planeta!

La chica tomó un poco de los bordes que ya estaban flojos y yo sostuve la respiración. 

— Uno — dijo —, dos y...

Y jaló. 

El grito que salió de mi garganta fue algo desgarrador. No solo era ardor, también era esa sensación de hormigueo que queda luego de una buena anestesia acompañado con pequeñas manchas blancas que se filtraban en mi vista. Y no era suficiente; un jalón no era suficiente, pero sí dos, quizás tres... incluso pudimos llegar a cuatro jalones. Cada uno de esos jalones me llevó al túnel negro de los que tanto hablaban luego de enfrentarse a la muerte por primera vez; cada uno de ellos hizo que mis ojos se nublaban como un televisor sin cable. 

En ese instante, inmediatamente llevé mis manos a mi zona intima. Ni siquiera me importó el simple hecho de haber estado llorando frente a Keyla, la cual reía con bastante diversión y daba lo mejor de ella en medio de cada jalón. Ella lo disfrutó, y es que había escuchado que, para trabajar en depilación, había que tener poco corazón.

Me revolqué sobre la camilla, escuché sus risas, lloré y lloré hasta poder ver la manzana roja que quedó entre mis piernas. Lucía como todo un bebe inflamado. 

Luego de unos minutos sin moverme, decidí vestirme con ropa nueva y limpia. Salí como Bambi recién nacido, caminando en pequeños pasos que se tambaleaban de acá para allá; la peor sensación de mi vida. En cuanto crucé la puerta del cuarto, me fije en mi mejor amiga que sentada en una de las cuatro sillas para los acompañantes. Ella me estaba esperando con los brazos cruzados y el aspecto de maleante que tenía.

Juro que eras pasajeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora