Yo no era una santa. Ya lo había mencionado, ¿verdad? Pues sí, yo no era una santa. A lo largo de mi vida había experimentado un sin número de cosas de las cuales jamás me había arrepentido. Conocía desde licores nacionales y baratos, hasta internacionales y destruye órganos. Comidas exóticas y poco saludables. Bautizos espontáneos. Poses sexuales antinaturales. Condones con varios formas y colores. De despedidas forzosas, lágrimas y corazones rotos. De amigas locas, diarios e insultos. De esforzarse con tal de conseguir lo que quería, y no llorar cuando las cosas no se me daban. Yo era un jodido libro del conocimiento; la biblia del vago.
Por eso amaba las ciencias y los cálculos. Sentía que los números jamás se iban a equivocar. Y también amaba mis experiencias... porque confiaba en mi instinto. Si, creía en Dios por cosas que no pienso mencionar. Si, creía en el amor de una madre; de mi madre. Si, creía en los números. No, no creía en los amores a primera vista. No, tampoco en amores eternos. No, mucho menos en que el sexo podía combinarse con otra cosa que no fuese placer.
Porque si, eso es para mí el sexo. Una buena noche. Un buen polvo. Una buena sacudida..., como quieran llamarle. El sexo era algo sin importancia en donde el único resultado era mi placer. Mio, no de él. A mí no me interesaba despertar sola, tampoco me interesa cuando el tipo con el que me acosté se preguntaba: "¿dónde carajos se metió, Sam?" porque seguramente yo ya estaba en el primer bar que encontrara, intentando sacar un cigarrillo de mi bolso. Era patético creer que había algo más...
Sin embargo, cuando abrí los ojos en plena madrugada, algo dentro de mí se asustó. Su brazo reposaba en mi cintura mientras el otro pasaba por mi cuello y las piernas las tenía entrelazadas con las mías. Y eso estaba mal... muy mal, porque esa no era Sam. Me repetía que yo no había nacido para... para creer en amores eternos. Ellos no era dignos de tenerme y poder lastimarme a como lo habían hecho con mamá. No existía un tipo que se llamara el amor de mi vida, porque estaba casi segura de que: o lo abortaron o no estaba entre los planes de Dios que Samantha Hurt tuviera ese amor.
Intenté alejar sus brazos pero, estos cada vez me tomaban con más fuerza como un peluche de felpa. Quería huir. No estaba lista para esto y él tenía que empezar a entender que esta porquería ya había terminado. Había logrado que el avión aterrizara en la base; que la serpiente pasara por el desierto. Había logrado que Diego estuviera dentro de mí, pero... logrando lo jurado, volviendo al pasado. Volví a moverme, hasta que logré salir de esa mini carcel
Me deslicé por la cama y busqué algo que ponerme. La camiseta rota del abuelo y el pantalón depresivo de mi madre eran más que suficiente. Abrí mi gaveta y busqué la libreta junto a la pluma dorada que jamás había sido usada. Luego salí del apartamento, buscando la esquina más cerca para golpear mi cabeza y aferrando mi secreto a mi pecho. Estúpida. Idiota. Doblemente estúpida. ¿Por qué había dejado que durmiera conmigo? ¿por qué no huí antes de tiempo?
— Necesitas relajarte, Sam.
Si, lo necesitaba. Diego no era nada más que un chico que había sido bueno en la cama. Seguramente yo misma había sobrevalorado esto. ¿Quién me decía que un diez podía salir solo una vez en todo mi historial? Nadie. Absolutamente nadie.
— Si continuas golpeando tu cabeza, las cosas se pondrán feas.
Muy cierto también. Me detuve y comencé a sobar mi frente. Tragué saliva, respiré hondo y me senté en el piso. Cuando vi a Esther a un lado, con su libreta y plumón en mano, pude reprimir un chillido. Lucia distraída, pensativa y complemente seria.
— ¿Mejor? — se sentó a un lado — Dime cuando necesite comenzar a preocuparme por ti.
— ¿Qué haces aquí?
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Juro que eras pasajero
Teen FictionSamantha Hurt gritaba aventura en cada ángulo de su rostro, y no precisamente una aventura de campo en pleno verano a como muchos imaginaran. Sam Hurt era una jugadora. Sam no creía en las historias de amor. Ella prefería la ciencia, y sus creencias...