Capítulo 12

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Coloqué todos los ingredientes sobre la mesa y mencioné cada uno de ellos en mi mente, completamente segura de que algo me había faltado y todavía no me daba cuenta.

Corrí a la cocina y tomé el pedazo de papel que había arrancado minutos antes. Mi dedo índice se movía sobre cada uno de los productos, señalando las cosas necesarias para hacer «las mejores galletas de chocolate del mundo» mientras leía la receta.

— Harina, huevos, leche y chispas de chocolate — golpee mi mentón —. ¿Qué carajos me hace falta?

Esther pasó por el umbral de la puerta para ir directamente al refrigerador, tomar una cerveza y luego sentarse frente a mí. Y ahí teníamos al demonio al que solía llamar mejor amiga, esperando el momento oportuno para aparecer frente a mí y reírse.

Ya lo había hecho toda una noche y parte de la mañana, al mismo tiempo que yo memorizaba los ingredientes.

— Quizás un par de clases — dijo — y, no lo sé, policías que se aseguren de que no harás una bomba nuclear dentro de una simple galleta — suspiró cansada, masajeando el puente de su nariz — Sam, seamos sinceras, mataras al chico.

Tiré el papel a un lado, llevando mis manos a mi cadera para poder mirarla. No lucía burlona, tampoco tenía las intenciones de detenerme, pero si tenía esa mirada de cachorro preocupado.

Le dio un sorbo a la cerveza, esperando que reaccionara. Sabía que no podía cocinar, siquiera un huevo cocido porque al final se me olvidaba que lo había dejado y todo terminaba en un desastre. Lo sabía, en serio que sí, y, a pesar de eso, quería demostrarle a Diego que cualquier — es decir, yo —, podía cocinar unas simples galletas con unas malditas chispas de chocolate.

Señalé a Esther con el cucharón de madera que había comprado.

— ¡Cierra el pico! — rodeó los ojos — En serio, silencio, ilusa e ingenua mortal. Serán las mejores galletas del mundo. Esto ayudará mucho, ¿no lo entiendes? — tomé los ingredientes entre mis brazos — Estoy a un paso de descubrir el tesoro que tiene...

— Entre pata y pata — me interrumpió —. Si, ya lo he escuchado muchas veces — Esther me persiguió hasta llegar a la cocina, justo donde estaba Max.

— ¿En serio piensas cambiarle el nombre?

— Si pienso hacerlo, Sam — sonrió —. Se llamará pequitas.

— No puedes ser más ridícula, ¿cierto?

— Lo dice quien hará galletas para acostarse con alguien.

— Hay peores — la miré indignada —. Realmente hay gente loca en este mundo.

— Si, a esos le llaman violadores y terminan en la cárcel, idiota — Max corrió a las piernas de mi mejor amiga, violando una de ellas. Ella lo miró con lástima, le dio un trago a su cerveza y suspiró —. Pobre Max, debe de ser bien feo tener ganas y ser virgen porque no has encontrado a las manchas indicadas, ¿cierto?

Le devolví una mirada sarcástica.

— Ridícula, completamente ridícula.

El perro se alejó de ella, viéndola directo a sus ojos como si estuviera suplicando por un poco de piedad ante tanta calentura anormal. Sin importarle nada, una vez más se enfocó en la pierna de Esther, haciendo que muchas carcajadas de cerdito salieran de mi garganta, al igual que en todas estas horas en donde tenía a su nueva mascota.

Había pasado toda la tarde anterior, la noche, la madrugada y la mañana de ese día, inventando, o mejor dicho, buscando una solución para las malditas galletas. Tenía que aprender medidas y a controlar el horno sin crear un incendio. También había leído que no siempre salían a la primera, pero no tenía tiempo; tenían de salir sí o sí.

Juro que eras pasajeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora