De todos los errores que había cometido en mi vida, cruzarme en el camino de esos chicos fue uno de los más espantosos. Ellos tenían un don inigualable y, si no hubiera sido porque mi orgullo cruzaba los cielos y saludaba a Dios, quizás en algún momento lo hubiera admitido.
Sin embargo, aquel día por la noche, prometí jamás admitirlo.
— Apesto a caca. — me dijo Esther, cubriendo su cuerpo con ambos brazos.
— Dímelo a mí.
Nuestros zapatos sonaban al caminar, era algo como: "push push", y ¿cómo no hacerlo, si estábamos empapadas de pie a cabeza?
Todo comenzó el sábado por la tarde. Ese día teníamos todo un plan elaborado y no era precisamente el de humillaron o reírnos de ellos al verlos cumplir con cada cosa que las ganadoras de la rifa quisieron. No, era algo mejor; conseguir una sola noche de pasión.
El plan original dictaba que teníamos entrenamiento de béisbol dentro del pequeño grupo de chicas que se morían por ellos. Así que, siguiendo con todo, ese día nos levantamos muy temprano, alistamos la ropa deportiva y salimos con una sonrisa de oreja a oreja.
A los minutos llegamos al campo. Algunas chicas formaban pequeños grupos en el centro de patio y los chicos contaban chistes. Entre todos los presentes, dos de ellos estaban de brazos cruzados y con los rostros rojos por la vergüenza. Diego y Santiago no habían dejado de ser la burla de la universidad por varias semanas y ni hablar de los elogios que recibían por haber exhibido sus traseros.
Mi mejor amiga fue la primera en levantar su mano y saludar enérgicamente, reteniendo una carcajada.
— Buenas tardes, chicos.
— Hoy, les siento una vibra más... — hice un puchero —, ¿rosa? Si, una vibra más rosa.
— ¿Todo bien en casa, Sam?
— Claro que sí, desde que he visto tu trasero he comenzado a creer en los milagros y todo ha cambiado.
— Lo mejor es que comencemos a jugar — le dijo a Santiago —. ¡Todos a sus lugares!
Diego dio media vuelta, dirigiéndose hacia el centro del campo. Admito que no pude dejar de observar su trasero; eran dos montañas firmes, grandes e incapaces de temblar. Se movían de arriba hacia abajo, como un baile de hip hop de los años noventa. Era... era como si me llamaba para que mis pequeñas manos lo tocaran.
— ¡Sam, deja de ver mi trasero!
Sonreí sin saber si me estaba viendo o siquiera se lo imaginaba. Yo sonreí involuntariamente; sin deseos de coquetearle o conseguir algo.
El resto de la tarde fue muy tranquila. Ellos enseñaron algunos tips importantes a seguir y luego nos dividieron en dos grupos — hombres versus mujeres — para un juego pacífico.
A poco de terminar el juego, nos encontrábamos empatados y era momento de que los hombres batearan. Esther era la encargada de lanzar la bola y, por el otro lado, Santiago estaba listo para dar uno de sus mejores batazos.
Sabía que mantener a Esther en esa posición era algo peligroso. Mi amiga solía ser muy competitiva (deportes, estudios, vida en general), este no sería la excepción.
Desde mi posición la vi respirar hondo y supe que, dentro de su cabeza, estaba bajando a todos los santos que habían sido mencionados la única ocasión que fuimos a la iglesia. Necesitaba buena suerte, un método sencillo y sucio para ganar; demostrar que nosotras sabíamos mover un bate mejor que ellos y empezar a obviar el sexismo en el que nuestra sociedad vivía. Al menos eso me había dicho cuando se ofreció a cubrir esa base.
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Juro que eras pasajero
Teen FictionSamantha Hurt gritaba aventura en cada ángulo de su rostro, y no precisamente una aventura de campo en pleno verano a como muchos imaginaran. Sam Hurt era una jugadora. Sam no creía en las historias de amor. Ella prefería la ciencia, y sus creencias...