Capítulo 10

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— Sabes que tienes que limpiar eso, ¿verdad? — escuché — Digo, es tu cachorro no el mío. Prometiste hacerte cargo de ella en cuanto puso una pata en este apartamento.

Esther apuntó hacia el pequeño regalo que Demi nos había dejado, exactamente en el centro de la sala, mientras presionaba su nariz para no sentir los malos olores. Barrí el área buscando el premio mayor que mi amiga señalaba, encontrándome con una obra de arte perfectamente elaborada por el trasero de mi perrita.

Asqueada, alejé el plato lleno de cereal con leche, y me llevé una de mis manos a mi pecho.

— Me siento indignada. Como mejores amigas tenemos que cuidarnos en todo momento. ¿Sabes qué?, ¿sabes qué?, me pones un ovario aguadito y no lo voy a permitir. 

Me levanté del asiento, caminando hacia mi habitación en zancadas enormes.

— ¿Qué haces?

— Soluciono este problema, ¿qué no ves?

Busqué en cada una de las gavetas, olvidando donde había dejado la libreta negra que solía utilizar para apuntes los nombres y releer algunas notas que la tía Lulú había elaborado.

Al fondo del segundo cajón, sentí la portada áspera del cuaderno. Una vez entre mis manos, volví a la sala. Esther tenía los brazos cruzados, fingiendo odio a Demi y su colita peluda. En cuanto me vio, sus ojos marrones se llenaron de sorpresa y movió su cabeza, negándose a aceptar lo que estaba planeado.

Abrí la libreta entre las primeras páginas, saqué un lapicero que guardaba en el espiral metálico y quité la tapa de este con mis dientes.

— Código... — dije, fijándome en el último código de mejores amigas que había escrito. En mi mente, rápidamente, empecé a maquinar las palabras que iban a quedar grabadas por el resto de nuestras vidas — Código 100.

— Ni se te ocurra, Sam Hurt — Esther intentó quitarme la libreta, pero fui más rápida y corrí hasta la cocina — ¡No lo hagas!

— ¡Código 100! — repetí.

Por el rabillo del ojo noté que una almohada venía girando como platillo volador, directamente a mi cabeza. Como si fuese una espía internacional, capacitada y experimentada, me tiré sobre el piso, creando un salto monumental.

Mis senos se aplastaron y el aire por poco se me escapó, pero la libreta seguía en mi mano y eso era lo importante. En cuanto abrí los ojos, miré la obra de arte de Demi había hecho, estaba a centímetros de mí. Era tan grande que me asustaba saber la fuerza que tenía mi peluda para sacar tal cosa.

Uff... casi.

Esther tomó la libreta de mis manos y se devolvió corriendo hacia la cocina. Rodé por el piso, evitando el popo de Demi, y me levanté justo en el momento en el que mi cabeza se estrelló contra una de las paredes, sacándome un gemido de dolor. Algo aturdida, sostuve mi cabeza con ambas manos y enfoqué mi vista en Esther dentro de la cocina.

Comencé a correr, pero, en eso, el timbré sonó y mis pasos se detuvieron en seco. Miré a Esther, ella se encogió de hombro y, con un movimiento de boca, me dijo que abriera la puerta. De muy mala gana me regresé para abrir.

— ¿Qué?, ¿quién es?, ¿qué quieres? — mis ojos se enfocaron en el latino que estaba frente a mí, rastreando cada aspecto moreno que tenía —. Oh, eres tú. Hola, Santiago.

— Hola, Sam, ¿te encuentras bien?

Me encogí de hombros.

— No me quejo, ¿puedo ayudarte en algo?

Juro que eras pasajeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora