No todas las mujeres están hechas de azúcar, flores y muchos colores, porque más de alguna está llena de agujas, cristales rotos y vicios. Supongo que en ese punto entendí a mi madre y aquellos días en los que tuvo un odio visceral a todos los hombres. Sin excepciones ni compasión, mucho menos lógica. Mamá pensaba que los hombres eran ingratos, inconscientes y mezquinos, sin sentimientos ni empatía, que no merecían andar por la vida con un par de pelotas colgadas. Sí, definitivamente el único hombre bueno era el que estaba castrado.
Y, por más tonto que suene, la misma historia se repetía conmigo mientras sostenía la agenda de Diego James.
Era un momento lleno de adrenalina. Se sentía tan surrealista que daba miedo, pánico. Sabía que tenía la libreta en mi mano porque me aferraba a su textura y las letras me quemaban mi mano como si hubiesen sido escritas con fuego. No sabía qué hacer. Daba vueltas por todos lados. ¿Me llevaba la libreta? ¿La dejaba? ¿La olvidaba? ¿Se la enseñaba a Esther? ¿Esther soportaría ver esto? ¿Dejaría que el mundo explotara por un momento? ¿La venganza es una nueva opción? ¿Tengo harina para galletas? Eran tantas preguntas en mi mente que sentía que iba a colapsar pero, no solo eso, tenía un frío depositado en el pecho que dolía.
Quería llorar. Quería gritar. Quería pegarle. Quería tirarle la libreta en su perfecta cara para ver si de una vez por todas se hacía feo y me dejaba de doler tanto el simple hecho que era igual a mí. Y, la verdad, ni siquiera sabía por qué me afectaba. ¡Carajo! Yo hice lo mismo. Esto era estúpido. Debí sentirme alegre porque me iba a deshacer de él más rápido de lo normal. No iba a llorar, ni suplicar por una segunda oportunidad. Podía salir inmune de ese drama. Pero no. No porque yo ya me había enamorado hasta los huesos de él y nadie me puse el cartel de cuidado cerca de los ojos.
— Eres una estúpida. — me dije.
Escuché voces, besos y risas fuera de la habitación, y me bastaron un par de segundos para saber que esa risa de cerdo ahogado le pertenecía exclusivamente a Esther. Lentamente caminé a la puerta, abriendo una pequeña línea que me permitiera ver a Santiago y a mi amiga en el centro de la sala. Y, a veces de tener un frío torturador en mi pecho, pensé que se miraban tan felices que daba envidia. De hecho, parecían una hermosa pareja de recién casados que reía por tonterías, y eso me gustaba. Siempre había dicho que, si alguien merecía ser feliz, ese alguien debía ser mi mejor amiga. Y decidí guardar el secreto. Por ella y sus sentimientos, y porque Santiago tal vez la amaba de verdad.
Cerré la puerta y me senté en el borde de la cama. Esperando y pensando que iba a suceder conmigo porque una cosa era dejar que mi mejor amiga fuera feliz mientras ocultaba un secreto y otra muy distinta permitir que me vieran como la tonta del cuento. Eso era lo mejor para mí, huir como un muñeco roto y ser feliz a mi manera. Volví a leer mi nombre al final de la hoja y dije que era suficiente. Si iba a llorar, entonces sería por unos minutos porque nadie moría por amor, menos yo, pero no podía más.
Iba a dejar la libreta en la gaveta, cuando escuché la voz de Diego que provenía de la sala. Podía enfrentarlo, claro que sí, pero eso significaba escuchar mentiras, juramentos estúpidos y crear un conflicto innecesario. Entonces me encerré en el armario con la libreta pegada a mi pecho y la espalda contra la pared a espera de que volviera a salir.
Pocos segundos después Diego entró con la misma ropa que llevaba el día anterior. Se quitó la camisa y yo bajé la mirada. No podía torturarme viendo su abdomen cuando estaba decidida a no volver a pensar en eso. Su teléfono sonó y de inmediato contesto.
Se acomodó sobre su cama dándome la espalda.
— Hola. Yo también te extraño, cariño. Sí, por supuesto. No, no he dejado de pensar en ti en ningún momento. — Con su mano derecha despeinó su cabello —. No comiences Cloe, sabes que soy un buen novio. Sí, viajaré lo más pronto posible solo quiero aclarar unas cosas.
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Juro que eras pasajero
Teen FictionSamantha Hurt gritaba aventura en cada ángulo de su rostro, y no precisamente una aventura de campo en pleno verano a como muchos imaginaran. Sam Hurt era una jugadora. Sam no creía en las historias de amor. Ella prefería la ciencia, y sus creencias...