Capítulo 9

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Entré dando saltitos con las puntas de mis pies mientras sostenía toda mi armadura para no hacer ruidos. La habitación permanecía a oscuras, y, entre toda la oscuridad, se encontraba el cuerpo de Esther enterrado entre capas y capas de sábanas gruesas de distintos materiales. Al final de la cama, y sin ninguna protección, lo único que se podía ver era su pie desnudo. Ella solía decir que ese era el equilibrio perfecto para que no le diera calor o frío. Pero, eso sí, mi amiga tenía el cuidado de no sacar el pie del colchón, porque nunca se sabía que mal espíritu podía rondar por el apartamento.

Era lunes. Según mi madre y sus anécdotas, por suerte, jamás fui de esas personas que odiaban los lunes. Y tenía razón, realmente me gustaban los lunes. Asegura que cada lunes era el comienzo de una nueva semana para hacer las cosas diferentes; quizás, un nuevo día para comenzar con esa rutina de ejercicio que venía planeando desde hace meses; un nuevo día para dejar un vicio; o un nuevo día para conquistar al vecino del piso que estaba justamente debajo del mío.

Ese tenía que ser nuestro lunes de suerte.

A diferencia de mí, mi mejor amiga odiaba los lunes. Odiaba despertarse temprano; odiaba a su profesor de los lunes; odiaba incluso desayunar. Y, si ella despertaba, era por una sola razón: yo.

Así que ahí me encontraba, a un lado de su cama, intentando despertarla con la mejor serenata que yo pude alguna vez descubrir en nuestra adolescencia. Ajusté la olla metálica sobre mi cabeza y el sartén pegado a mi abdomen gracias a un delantal que ella solía utilizar cuando le llegaba la inspiración. El primer sonido retumbó por toda la habitación, el segundo hizo que se moviera y el tercero que me maldijera. Sabía que no era suficiente, por eso le jalé de los pies, el cabello y los brazos.

— ¿Quieres dejarme en paz? — ocultó su rostro entre la almohada y su sábana.

— Esther, tengo hambre.

— ¿Cuándo será el día que aprendas a cocinar sola? — murmuró — Sam, ya tienes casi veintidós años, no siempre estaré para ti. Lo sabes, ¿cierto?

Retiró la sábana de su cuerpo, hizo un nudo en su cabello con una coleta y caminó hacia la cocina con el paso marcado como una niña berrinchuda. Estaba acostumbrada a su mal humor de los lunes, por eso no me preocupé en pedirle disculpas. Caminé detrás de ella, siguiéndole con pasos cortos y apurados.

Me quitó el delantal de un jalón, también la olla y el sartén. No tenía mucho que hacer, mi mayor desafío era despertarla y que me hiciera el desayuno, a como lo había hecho desde que comenzamos a vivir juntas.

— Pensé que íbamos a vivir juntas el resto de nuestras vidas. Ya nos imaginaba adoptando a una gatita llamada Katherine y las muchas horas que nos iba a tomar quitarnos una resaca — me siento en una de las sillas, viendo la agilidad de sus movimientos —. Bueno, sin agregar a los hombres. ¿Crees tener deseo sexual a los sesenta? yo creo que sí, eres fuerte como una roca. Me siento orgullosa de ti. ¿Por qué me miras de esa manera?

Esther se detuvo en seco con un plato lleno de huevo revuelto entre sus manos, tamborileando las yemas de sus dedos sobre la mesa antes de una serie de gritos y el arsenal de insultos matutinos. Se giró tipo el exorcista y, con solo ver su mirada, supe que era mejor tragar grueso, que volver a hablar.

— Algún día aprenderás, estés o no conmigo — suspiró con cansancio —. Ahora, ¿con jamón o solo queso?

— ¿Qué es esa pregunta? — incliné mi cabeza — ¡Larga vida al queso!

— ¡Larga vida al queso! — la castaña sacó el queso del refrigeradora y lo elevó como un bebe mono.

Sí, quería vivir con ella el resto de mi vida.

Juro que eras pasajeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora