Nido de Víboras

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La reina se deslizó por la diestra de César, sin apartar sus ojos de los del romano.

Cleopatra gracilmente tomó asiento, en la silla donde hace breves instantes había reposado su homónimo romano. César examinaba todos los movimientos de la reina, ella actuaba como un felino, parecía tan apacible pero a la vez tan peligrosa, César no pudo hacer más que sentirse atraído.

-¿Cómo has entrado en mis aposentos?- Preguntó el romano mientras se acercaba a Cleopatra.

Ella le dedicó otra fría sonrisa.

-Siempre hay más de una puerta César.

El romano rió.

-Espero que me enseñes los secretos de tu gran palacio- Dijo con sorna.

-Oh- Dijo ella fingiendo tristeza-¿Preferías que entrase envuelta en una alfombra?

-Ja, demasiado llamativo.

Cleopatra se puso en pie, el romano estaba allí parado frente a ella, a escasos centímetros, casi podía notar su respiración en su cara.

-Dime, oh gran César ¿Alejandría es de tu gusto?- El romano iba a responder pero enmudeció. Cleopatra tomó su colgante, donde César había atado el anillo de Pompeyo, siempre cerca de él- Lo conocí cuando era una niña y visité Roma con mi padre, era como todos los romanos.

Cleopatra se alejó de César, dejando al romano con una flama de ira recorriendo su interior ¿Qué sabía ella de Pompeyo? ¿de Roma? César quería gritarle todo lo que sentía, lo que podría hacer con ella, podría llamar a la guardia y en un momento.

-Conozco la mirada de un hombre enfurecido, no trates de ocultármelo César- Dijo ella mientras se cruzaba la tela que cubría el arco.

-Jovencita, no pareces estar cansada pero yo en cambio si lo estoy, el camino ha sido largo.

César avanzó hasta la cortina, lo único que la separaba de aquella joven, un trozo de tela, tan fino que podía ver el contorno del cuerpo de la joven, al igual que sus ojos color jade.

-Deberías ir a descansar- Dijo el romano, si decía otra cosa...no sabía que podía pasar.

La muchacha sonrió y a través de la tela empezó a acariciar y pasar su mano sobre la clara y dañada piel de César. Acariciaba y masajeaba tiernamente, sus brazos, su torso, sus labios y sus mejillas, César no podría aguantar más, puede que la chica no fuese bella como Venus pero desde luego la misma diosa gozaría como César gozaba en ese momento, de forma incansable.

-¿Irme? ¿a donde? En cuanto se sepa mi estancia en palacio, mi familia me hará matar, en esta ciudad solo hay una cama segura para mí...- Cleopatra rozó sus suaves y jugosos labios con los ásperos y cortados del romano-...la tuya.

La respiración se atragantó en la traquea de César, de repente sintió su cuerpo arder, arder de deseo.

-Dudo que eso sea prudente.

La reina se alejó un poco de la cortina y tras la tela, César pudo ver como Cleopatra desabrochaba el broche de su vestido, cayendo este al suelo y dejando a la joven reina completamente desnuda. César corrió rápidamente la cortina y quedó embelesado mirando el cuerpo desnudo de la chica, ante ella. Nunca, en sus años había sentido eso, había yacido con infinitas mujeres y nunca se había sentido como en ese momento.

-César no es famoso por su prudencia- Dijo ella mientras se echaba despacio sobre la cama de César, permitiendo al romano ver su feminidad y todo el cuerpo de la reina- Es famoso por su arrojo.

César se acercó y se recostó en la cama, aprisionando el cuerpo de Cleopatra entre el colchón y él. La chica temblaba, trataba de disimularlo pero por sus piernas corría un leve cosquilleo y sus ojos tenían un tenue brillo de miedo.

El Legado de EgiptoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora