Diosa de Egipto

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El viento azotaba con fuerza, el cabello azabache de Cleopatra se mecía violentamente.

-Deberíais entrar, majestad- Le aconsejó Iras. Ambas estaban en las terrazas del palacio, mirando la bahía.

Charmion se acercó desde en interior de los aposentos de la reina y la cubrió con una manta. Cleopatra miró con pesar hacia el faro, estaba apagado y en cierta manera eso la entristeció, recordaba cuando era pequeña y tenía pesadillas, se despertaba temblando y todas las luces siempre estaban apagadas pero la joven solo tenía que levantarse y salir a la terraza y la luz de faros iluminaba su atemorizado corazón.

-Por favor majestad- Le volvió a implorar su cortesana- Entremos.

Cleopatra finalmente cedió y las tres entraron en sus aposentos. Cleopatra tenía un ala del palacio exclusivamente para ella. En medio de la estancia había un gran atrio y a sus extremos se encontraban las dependencias, los baños, el estudio de la reina, el oratorio y su habitación. Las paredes eran de mármol, las columnas de estilo dórico y todo estaba cubierto de jeroglíficos tallados en el mármol.

-Disponed mi lecho.

Las sirvientas hicieron una reverencia y obedecieron el mandato de su reina. Cleopatra, entonces, se encaminó hacia su oratorio personal, la sala era más oscura que el resto, la luz entraba por una pequeña ventana que iluminaba la zona donde Cleopatra oraba. La estatua de Isis se alzaba ante ella, fría e imponente aunque maternal.

La reina se arrodilló en el suelo y con cuidado se tendió en el piso de piedra.

-Oh Isis, madre mía, tu que a todos gobiernas y a todos das poder, ayuda a tu fiel hija en este cometido. Protege a la dinastía, protege a Egipto.

Cleopatra se alzó y se dirigió a su lecho. Iras y Charmion ya estaban recostadas en sus colchones de plumas, ante la cama de su señora. Cleopatra se acostó.

Cuando la reina abrió los ojos se encontró en una sala de piedra dorada, una sala que se extendía hasta donde alcanzaba la vista y más allá. El viento se arremolinó ante Cleopatra y la figura de una mujer se extendía ante ella. Tenía la piel tostada, su rizado cabello azabache lo llevaba suelto, cayendo por su espalda cual ferviente cascada. Sus ojos eran marrones, oscuros y tristes, muy tristes, en ellos se reflejaba el mayor de los pesares y la más pesada de las cargas, era como si hubiese llorado mucho, muchísimo.

-Cleopatra- Dijo la mujer, su voz era como un susurro, un cálido viento.

-Isis...-Nombró Cleopatra como si no pudiese creerse lo que se alzaba ante ella.

-Deber ser tú- Dijo la mujer mientras iba desapareciendo- Deber ser tú.

-¿Qué?

-Solo tú, Cleopatra.

Isis se desvaneció en una corriente de arena dorada que el viento llevó hasta que atravesó el cuerpo de Cleopatra.

-Cleopatra- Charmion estaba frente a ella.

-¿Qué ocurre?- Había sido un sueño, todo había sido un sueño.

-El ejército de Ptolomeo, está a las puertas.

Cleopatra se alzó con premura de su lecho y dejando atrás mantas y vestidos corrió hacia la terraza, solo vistiendo su túnica de dormir. Al llegar al muro de la terraza, Cleopatra pudo ver como en la bahía decenas de barcos estaban hundiéndose, la flota de Ptolomeo y al este, por la puerta del sol, el ejército real tomaba posiciones ofensivas contra la ciudad.

-César...¡¡Llamad a César!!

Las sirvientas se dispusieron a obedecer pero Cleopatra cambió de parecer, salió corriendo hacia los aposentos del romano. Por los pasillos corrían decenas de soldados, tanto romanos como egipcios leales a Cleopatra. La reina por fin alcanzó las puertas de los aposentos de César y entró, ignorando a la guardia frente a las puertas.

El Legado de EgiptoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora