El juego de los Lágidas

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El sol alumbraba la ciudad desde lo alto, ese día Apolo estaba feliz, o eso pensaba César. Se encontraba en sus aposentos, viendo como los barcos que llegaban a la bahía se anclaban en los puertos y descargaban sus mercancías y productos, el balcón de sus aposentos era perfecto para ver todo aquello, la actividad de la ciudad de Alejandro. Desde allí César pudo ver un gran edificio cerca de la costa, una gigantesca estatua del dios Serapis, patrón de Alejandría se alzaba frente al edificio.

-La Gran Biblioteca- Dijo César en voz alta. Mucho había oído hablar de esa biblioteca y las maravillas que contenían sus salas, millares de pergaminos de todo el mundo reunidos en un mismo lugar, un lugar donde se guardaba todo el conocimiento.

-César- Llamó Germánico entrando con premura en los aposentos de su general- La reina Cleopatra requiere tu presencia en los jardines de Deméter.

Los jardines de Deméter, toda la zona principal de la isla estaba cubierta de jardines laboriosamente cultivados y perfectamente dispuestos, así como se lucían ante los muros del palacio César pensaba que debía ser el Elíseo, los Ptolemaicos habían creado su propio paraíso en la tierra.

-Enseguida voy- Dijo César- Pero Germánico, hazme un favor.

El romano asintió y escuchó a su general.

César miró una última vez la ciudad y se internó en sus aposentos.


Cleopatra siempre había amado caminar por los jardines, los había plantado su tatarabuelo y siempre le habían dado paz, como cualquier lugar de Alejandría pero ahora no sentía paz. Su hermano y esposo caminaba a su lado, el solo pensamiento de tener que reinar a su lado convulsionaba las tripas de la joven reina. Un esclavo mantenía elevaba una sombrilla tras ellos, protegiéndolos del fogoso sol y tras estos venía todo un séquito: Sacerdotes, guardias, nobles y más esclavos portando sombrillas, refrigerios, cualquier cosa que pudieran necesitar. El paseo por los jardines sabía agrio al ser observado por tantos ojos indiscretos.

A la siniestra de Cleopatra se encontraban sus fieles seguidores, Mener y Ur, sus guepardos. Su padre se los había regalado cuando apenas eran unos cachorros y Cleopatra era aún más joven que ellos por aquel entonces. Los leales a su causa habían llegado a Alejandría el día anterior y los había traído junto a sus dos leales cortesanas, Iras una joven egipcia de cabellos color arena, ojos azules y piel tostada y Charmion una mujer nubia de piel oscura, ojos castaños y largo y rizado pelo azabache. Ambas seguían también a la reina.

Cleopatra dirigió una mirada a su hermano-esposo y tratando de ocultar una mueca de repugnancia habló afable y tiernamente.

-En el año que llevo fuera ¿Cómo han ido las cosechas del Nilo?

El joven se limitó a callar, odiaba a su hermana o al menos Arsínoe le había dicho que la odiaba, que debería odiarla y francamente, Ptolomeo se esforzaba por complacer a su hermana menor, Arsínoe era...no tenía palabras, Arsínoe era Arsínoe.

-Ptolomeo...- Dijo detuviendo su paseo por vez primera. Miró a los ojos de su hermano, que al instante pareció desvanecerse ante sus ojos como una liebre ante los ojos de un león.

Cleopatra se dispuso a hablar pero al escuchar unos fuertes pasos a lo lejos decidió cambiar de visión. César venía junto a un grupo de romanos, todos ataviados con armaduras y andando a paso firmen, entrando a los jardines de Deméter como si fuesen los dueños del lugar, Cleopatra se sentía repugnada, odiaba muchas cosas en su vida: Traidores, asesinos, su propia hermana pero lo que más hacía que Set afligiese su corazón era ver a un puñado de romanos, comportándose como los dueños del lugar...y aún así.

-Bienvenido César- Saludó la reina. Chasqueó los dedos y la comitiva tras ellas empezó a disolverse a excepción del joven esclavo que mantenía una sombrilla sobre su cabeza.

-¿Me habías hecho llamar?- Preguntó el romano.

Ptolomeo también se había ido. Cleopatra hizo una señal al joven para que se marchase y Ra acarició con su luz el frágil cuerpo de su hija

Cleopatra hizo una señal a César para que le siguiese y ambos comenzaron un agradable paseo por los jardines, seguidos de las cortesanas y adelantados por Mener y Ur.

-¿Para qué me has echo llamar?- Repitió César.

Cleopatra dirigió sendas miradas a los lados y se aseguró de que estaban solos.

-¿No has notado nada nuevo en mi corte?

-Deja los juegos jovencita, me hastío con rapidez de ellos.

-Aquilas no está en Alejandría, directamente no está en Egipto- Dijo mientras se paraba- El ejército de mi hermano se encuentra en Pelusiom, en la frontera del país, si Aquilas se vuelve hacia nosotros nos superará veinte a ocho.

César meditó la situación detenidamente, a los ojos de Cleopatra, el romano era lo único que podía defender Alejandría de su propia destrucción. Minutos pasaron en arduo silencio hasta que por fin César formó una sonrisa.

-Eso no importa, deberías prepararte.

-¿Para qué?

-Para la cena.



La mesa estaba llena de suculentos manjares: Fruta, verduras, carne, pechuga, todo lo que se podría querer llevarse a la boca. Cleopatra y César ocuparon la cabecera de la mesa , el rey se sentaba a su diestra mientras que Arsínoe y el hermano pequeño de la familia, otro Ptolomeo, un pequeño niño de cabello azabache y ojos verdes se sentaba atemorizado al lado de su hermana.

La cena transcurría en sepulcral silencio, un silencio que solo era asesinado por el sonido de la comida al ser masticada y por el sonido del vino llenando las copas. César bebió un trago de vino y su copa quedó vacía.

Arsínoe miró risueña a sus tres hermanos y tomando una jarra de vino se puso en pie, se acercó a César y estuvo a punto de servirle el vino pero se detuvo al ver la mirada de su hermana. Ambas no apartaban la vista una de otra, y Cleopatra no la apartaba del vino. Arsínoe llenó la copa y con respeto se la arrebató a César de las manos. Miraba fijamente a Cleopatra, a sus abismos verdes mientras que esta miraba a los ojos castaños de su hermana quién se llevó la copa a los labios y sin apartar la vista consumió el líquido y lo tragó. Con una cruel sonrisa, a princesa tornó de nuevo a su asiento.

César estaba completamente perturbado, ni siquiera en algo tan íntimo como una cena, algo tan familiar, esos hermanos podían mantener al margen el odio que se procesaban entre sí. César había escuchado historias de la corte Ptolemaica durante sus conquistas de las Galias, una familia que anteponía el poder ante la fraternidad y el amor, los lágidas, herederos de Alejandro tenían un corazón de piedra y sangre tan fría como los inviernos del norte. César alternó la mirada entre los cuatro hermanos, Cleopatra, Arsínoe, y los jóvenes Ptolomeos, todos ellos no apartaban la vista de sus otros hermanos, se dirigían miradas furibundas, cargadas de envidia y avaricia, eso no era una cena, era un guerra mortal. Para que uno de los Ptolemaicos sentados en la mesa sobreviviera, los otros tres debían morir.

El Legado de EgiptoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora