Cesarión

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La reina estaba tumbada en un diván, Iras y Charmion la abanicaban mientras que Sosigenes iba anunciado los asuntos de estado que necesitaban tener la aprobación de la reina.

-Un hombre de Menfis asesinó a su mujer por adulterio, delante de os ojos de sus hijas.

Cleopatra trató de incorporarse, el cuerpo le pesaba y sentía todas sus extremidades al límite, hacía ya siete meses que César la había dejado en Egipto, sola, y habían pasado ocho meses desde que se enteró de su embarazo.

-Ejecutadlo- Dictaminó ella.

-El señor de la ciudad de Berenice nos informa de que ha llegado la nueva remesa de productos de la India, estarán aquí en unos días, atravesando los canales del Nilo.

-Preparad todo lo necesario: especias, tela y sal. Que los mercaderes queden complacidos, eso hará que muestren más interés en el comercio con Egipto.

Sosigenes asintió y enunció el siguiente caso, luego otro y tras ese otro más, parecían no acabarse, Cleopatra sabía que ese era su trabajo, gobernar era su derecho y su deber.

-Este hombre atacó a un soldado para robar en un granero.

-Ejecutad...¿Has dicho que a atacado a uno de mis soldados?

-Sí, divina majestad.

Cleopatra pensó en ello, estaba intrigada ¿por qué un egipcio, uno de los suyos, atacaría en un granero? El simple pensamiento turbaba a Cleopatra, durante esos meses había estado devolviendo la prosperidad a la tierra de los faraones, ajustaba los impuestos a una tasa aceptable y equitativa, fomentó la enseñanza pública y había empezado a reconstruir las secciones perdidas de la Biblioteca, trayendo tantos manuscritos como podía...a su parecer todo iba bien así que ¿Por qué eso?

-Traedme al acusado, lo juzgaré en la sala del trono en una hora.

Con la ayuda de sus cortesanas Cleopatra se puso en pie y dejó la sala en la que estaba con sus consejeros. Se dirigió a sus aposentos y tras un apacible baño caliente se puso una túnica dorada con ribetes de plata, algo adecuado para una audiencia pública. Al llegar a la sala del trono un sacerdote puso en sus manos el cayado y el látigo del faraón y sobre su cabeza la corona doble.

La sala estaba abarrotada, llena de cortesanos, consejeros, generales, sacerdotes, nobles, escribas y esclavos portando comida y refrigerios para los presentes. Cuando la reina tomó asiento en su trono todos se arrodillaron y reverenciaron a Isis en la tierra, así debían estar todos, pensó Cleopatra, arrodillados.

Los presentes se pusieron de pie.

-Traed al acusado- Ordenó ella.

Las grandes puertas de la sala se abrieron y dos soldados entraron por ellas, arrastraban a un hombre de pinta humilde, estaba esposado y su aspecto no era muy saludable, tenía muchas cicatrices en su rostro e iba vestido con poco más que harapos de color negro, un color nada adecuado para el clima de Egipto.

Los soldados hicieron que el hombre se arrojase al suelo, reverenciado a la reina como los campesinos honraban a sus faraones: Humildes y temerosos de un castigo divino pero ese hombre no se dejó dominar, de inmediato se puso de rodillas y miró a Cleopatra a los ojos, nadie en la tierra ¡nadie! podía hacer tamaña afrenta al gobernante de las dos tierras.

-¿Como te llamas? ¿Por qué no te arrodillas ante su reina?- Preguntó Olimpo, con gesto adusto.

-Me llamo Ramsés y yo no me arrodillo ante una faraona nefasta, que olvida a su pueblo.

-¡Silencio miserable!- Gritó ultrajado Heliodoro.

Ramsés clavó su vista en la reina.

-No me extraña que el pueblo te odie, solo les infundes miedo ¡Son tus hijos pero no te preocupa su bienestar! Pero yo no os temo...reina Cleopatra.

El Legado de EgiptoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora