Un libro de los muertos

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Antonio cabalgó, alejándose de la masacre. Había combatido a las tropas de Octavio, les había arrollado y luchó con valor, sus tropas lucharon con valor. La sangre regaba la arena, la sangre relucía bajo el sol como señal de la última resistencia de un país ante el invasor extranjero.

Habían perdido, sus tropas se replegaban y las de Octavio iban a su caza. Marco Antonio apenas sentía el brazo izquierdo, el tajo de un legionario casi se lo corta. Cabalgó hasta que divisó las murallas blancas de Alejandría, los templos y las estatuas doradas. Las puertas estaban abiertas.

Al entrar en la ciudad Antonio fue testigo de como cientos de ciudadanos se marchaban. Muchos portaban bolsos, sacos, zurrones y jalaban carretas, todos iban en dirección a la puerta de la luna. Se marchaban de la ciudad, la abandonaban. Marco Antonio también presenció como muchos otros ciudadanos, hombre, mujeres y niños se encerraban en sus casas y palacios.

Solo un pensamiento llegó a la mente de Antonio: Cleopatra ¿Que habría sido de su amada reina? Ella era orgullosa, estaba en su sangre, era una Ptolemaica y el lema de su familia era ganar o morir...Cleopatra no había ganado. El terror se apoderó de Antonio. Picó espuelas y cabalgó hasta el palacio de la isla de Antirrodos.

El palacio real estaba igual de desierto, los pasillos, llenos de tapices, inciensos y frutos exóticos estaban vacíos y fríos, como si la vida los hubiese abandonado. Antonio corrió hacia las habitaciones de Cleopatra, debía de estar allí ¡Oh Júpiter, que estuviese allí!

Antonio irrumpió en las estancias. El gran Atrio estaba vacío, las demás estancias se encontraban engullidas por el más espantoso de los silencio.

-Marco Antonio.

Antonio se giró, Heliodoro, el general de Cleopatra se encontraba de pie, junto ale lecho de amada.

-¿Donde está Cleopatra?

Heliodoro no respondió.

-¡¡¿Donde?!!

El hombre le miró, su semblante era frío y su mirada estaba impregnada de odio, un profundo odio contra Antonio. El romano lo sabía, siempre notaba como Heliodoro le miraba por encima del hombro, con rencor y rabia.

-Mi reina, la diosa Cleopatra ha abandonado las limitaciones de la carne- La cara de Antonio se descompuso- Se ha reunido con sus ancestros.

Las piernas de Antonio flaquearon y cayeron entre temblores. El romano se agarró el pecho, Cleopatra...muerta, su Cleopatra, el amor de su vida, lo único que le mantenía en ese mundo...ya no estaba.

-Nunca la merecisteis, ella era demasiado para alguien como vos, Antonio,

-Lo se...nunca merecí a Cleopatra pero en mi corazón yo...yo la amaba más que a nada, la amaba como si fuese mi alma, mi espíritu, mi propia vida. Cleopatra para mi era todo, era el amor que me mantenía, lo que me impulsaba a mantenerme vivo batalla tras batalla. Lo era todo...¿Donde están mis hijos?

-Los príncipes están en sus aposentos, junto a sus tutores. Sosigenes se encuentra con algunos sirvientes, quemando todos los pergaminos y documentos que encuentran, no quieren dejar nada para Octavio.

-Se encuentran a salvo...¿Y tú que vas a hacer, Heliodoro?

-¿Qué vas a hacer tú, Marco Antonio?

El romano sonrió y desenvainó su espada.

-Ya lo he dicho, no me merezco a Cleopatra pero soy un ser egoísta, me reuniré con ella.

-¡¡¿Qué dices?!!

Antonio sonrió. El romano se puso de rodillas, con su espada bajo su cuerpo y miró una última vez a Heliodoro.

El Legado de EgiptoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora