Capítulo especial: Tentyris

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Ptolomeo con doce años:

-No os mováis faraón- Pidió el hombre.

Era más fácil decirlo que hacerlo. Cesarión trató de permanecer tan quito como le fuese posible, le estaban esculpiendo una estatua [arriba], estatua que sería su representación para toda obra posterior como faraón que era. Llevaba puesto un nemes diario de egipcio y un simple faldellín blanco. Debía permanecer sentado sin mover un músculo, era doloroso por no decir extremadamente difícil.

Pasó horas posando para la estatua, la mayor parte de la mañana. 

-Creo que podemos proseguir mañana- Dijo el escultor.

Ptolomeo se levantó y observó la estatua con ojo crítico. Se le asemejaba bastante, los egipcios eran únicos en captar las proporciones del cuerpo humano y un griego que esculpiese como un egipcio...¡por Isis! pareciera que el mismo Hefesto hubiese bendecido tal obra con su gracia. La mezcla de griego y egipcio era hermoso, era armonioso como los sonidos de una flauta.

-Cesarión- Le llamó Eleo entrando en la sala.

Su amigo había cambiado con los años. Su pelo rizado castaño le llegaba hasta los hombros y su musculatura había mejorado, Ptolomeo se ruborizó. 

-¿Qué pasa?

-Tu madre desea verte en el templo de César.

-Ya voy.

Ptolomeo salió de la sala seguido de Eleo. Eran tan diferentes. Al contrario de Eleo Ptolomeo tenía un cabello rizado pero del color de la arena del desierto y según su madre era la viva imagen de César pero tenía los ojos de los Ptolomeos, algo que agradaba a Cesarión, él no era romano, era egipcio, era un Ptolomeo.

Llegaron al templo de César. Su madre se encontraba orando a la estatua del padre de Cesarión. El gesto severo de la estatua, la mirada inquisitiva, Cesarión se preguntaba si realmente César era así.

-Gracias pequeño Eleo.

-Majestad- Dijo él mientras salía.

Cesarión no alejó la mirada de su amigo hasta que este desapareció de su vista. Su madre le miraba con una sonrisa muy impropia en ella, una sonrisa pícara.

-Prepárate, vamos de viaje.

¿A Donde?

-A Tentyris [Dendera], al templo de Hathor.

Tentyris, ese lugar estaba casi en los límites del Alto Egipto, cerca de la frontera. Hathor era la diosa egipcia del amor, la equivalente de Afrodita para los griegos o Venus para los romanos, durante siglos las faraonas habían fusionado su imagen con la de la propia diosa.

-¿Para qué vamos allí?- Preguntó Cesarión.

-Ya lo verás- Dijo su madre mientras daba la espalda a Cesarión.

-¡Ave César!


El Nilo, a Cesarión le encantaba navegar por sus aguas, tan apacibles pero al mismo tiempos imponentes, raudas y fuente de vida para todo Egipto. Cesarión se recostó sobre el borde de la cubierta mientras observaba las verdes aguas y veía como hipopótamos y cocodrilos navegaban al lado de la quilla de la gran embarcación real.

-¿Qué estas mirando?- Le preguntó Anara.

A veces Cesarión no sabía si había sido bendecido por los dioses o si ellos le hubiesen maldecido. Anara estaba guapísima, su pelo era tan largo que le llegaba a la cintura y vestía una falda blanca y unas telas que ocultaban sus senos por lo que todo su pecho estaba al descubierto. A su lado estaba Eleo. Lo que Cesarión decía, ¿Bendito o maldito? Ambos eran demasiado...eran demasiado ellos. Eleo y Anara.

El Legado de EgiptoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora