La Luz de Faros

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Las bulliciosas calles de Alejandría siempre habían conmovido el corazón de Cleopatra, su pueblo, bien alimentado y sin preocupaciones iba de aquí a allá por la calle principal, que atravesaba la ciudad de este a oeste, desde la puerta de la luna a la puerta del sol. Que sigan pensando así, se dijo la reina, que sigan siendo felices e ignoren el peligro que se cernía sobre su pacífica ciudad.

La comitiva real avanzaba lentamente. Cleopatra iba recostada en una litera de dosel dorado transportada por jóvenes de oscura piel, tapada por suaves cortinas de seda que la resguardaban de los penetrantes rayos solares de su padre, Ra. Frente a ella, la comitiva era encabezada por al menos una decena de sacerdotes, oradores, seguidores de Anubis, confesores de Serapis, hijos de Isis y algunos más. Tras ella marchaban media docena de guardias, guerreros de Horus, la guardia personal de su padre que había permanecido fieles a ella. Iras y Charmion caminaban a su lado, llevando a sus guepardos atados por correas de cueros.

Los alejandrinos adoraban el paso de su reina, los más ricos reverenciaban a la reina mientras que los más pobres y los nacidos egipcios se tiraban al suelo, con su vista clavada en la piedra mientras adoraban a su reina, a su diosa. 

Tras mucho andar por las calles por fin llegaron a uno de los ágoras de la ciudad, cerca del barrio de Rhakotis. En el centro de la gran plaza de piedra blanca se alzaba una imponente estatua de Alejandro, fundador de la ciudad. Cabalgaba sobre su caballo, Bucéfalo, y con su espada apuntaba a oriente, a su antiguo gran imperio. Capiteles de mármol rodeaban el ágora y al fondo de la misma se alzaba un gran complejo: El Museion de Alejandría.

Los jóvenes que la transportaban posaron la litera en el suelo y Cleopatra bajó. Unos cuantos nobles caminaban por el ágora, charlando despreocupadamente mientras la brisa marina inundaba plácidamente el ambiente

Cleopatra emprendió la marcha seguida de sus cortesanas y algunos sacerdotes. Las grandes puertas de madera de pino del Museion estaban flanqueadas por otras dos gigantescas estatuas de unos doce metros de alto, de basalto negro, eran Atenea, diosa de la sabiduría y Tot, dios del conocimiento, griega y egipcio, norte y sur, occidente y oriente, daba igual, para Cleopatra, era su hogar.

Entró al Museion. Los patios estaban llenos de nobles hablando y esclavos yendo y viniendo. El lugar era hermoso, había tanto edificios griegos como egipcios. El templo de Serapis, el Serapeo, ocupaba la zona a su diestra, era un gran edificio de piedra caliza, de estilo egipcio. Cleopatra podía escuchar como los sacerdotes del dios oraban, con sus voces armoniosas y pacíficas. Y frente al Serapeo se encontraba lo que Cleopatra más amaba: La Biblioteca.

Es imposible describir la belleza de la Biblioteca pero lo más semejante era esto: Era un imponente y gigantesco edificio de estilo griego, de columnas y capiteles de blanca piedra. La entrada, unas puertas de roble estaban flanqueadas por dos grandes esfinges, al pie de la larga escalinata hasta el portón.

Y al entrar toda la belleza aumentaba. La sala principal estaba llena de estanterías de casi ocho metros de altura, dispuestas en forma circular, todas ellas contenían diversos modos de entender idiomas de todo el mundo y el centro de todas las estanterías había una estatua de Ptolomeo II, el constructor de la biblioteca. Diversos pasillos partían de aquella estancia, llevaban a distintas alas de la biblioteca, cada una con sus propias estanterías y volúmenes, dedicados a una ciencia concreta: Astronomía, filosofía, matemáticas, historia, geometría...todo el saber se encontraba allí. Para Cleopatra ese era su santuario, su refugio ante la perversidad y la normalidad rutinaria de todo lo que quedase tras esas puertas.

La reina se reunió con sus antiguos compañeros de estudios, nobles filósofos griegos, de las más prominentes familias. Ellos, sus esclavos, sus respectivos escribas y Cleopatra, se dirigieron a los jardines de la Biblioteca, semejantes a los del palacio en belleza y majestad, era como un Elíseo en la tierra. Por sus pasillos de piedra veían a los monos que se columpiaban por lo árboles, contemplaban a los pavos reales y a los cines en el agua de los estanques mientras filosofaban y hablaban de los antiguos sabios: Amanetón, Platón, Euclides, Aristóteles, Aristarco...

Larga y apacible había sido esa mañana en las salas de la Gran Biblioteca. Pero como un trueno que azota una mañana primaveral, Cleopatra recibió la mala nueva de forma arrolladora.

Ya había vuelto al palacio y cuando se dirigía a los aposentos de César el romano le transmitió las noticias: Arsínoe y Ptolomeo, su esposo habían escapado de la ciudad por un pasadizo secreto y se había reunido junto a Aquilas y las tropas reales, veinte mil bien pertrechados soldados. Pero el pequeño Ptolomeo seguía aprisionado en sus aposentos.

-Debemos defender el puerto, las puerta del sol y...

-No- Contradijo Germánico a Heliodoro, general y antiguo amigo de Cleopatra- Debemos apostar a todas las tropas en la puerta del sol.

-¡¿Y la flota egipcia?! Hay cincuenta buques de guerra en camino por mar, llegarán antes que las fuerzas terrestres- Dijo Agripa, el almirante, ese no caía en gracia a Cleopatra

-No podemos enfrentarles en la bahía, no tenemos naves- Dijo Rufio.

César se había mantenido al margen de la disputa. Cleopatra le veía mirando la bahía desde la terraza, el romano tenía gesto adusto y mirada melancólica. La reina se recogió la falda del vestido, y se acercó al romano mientras apoyaba su mano en la espalda de más mayor.

-Debemos ganar.

-¿Por ti?- Preguntó César.

-Por Egipto- Contradijo Cleopatra mientras miraba al horizonte, el sol estaba a punto de ponerse- A mi me interesa tener el control de Egipto, es mi derecho de nacimiento. César, salva mi país, colócame en el trono y seré indiscutible aliada de Roma- La reina miró a los profundos ojos de César. Al romano le hechizaba la mirada de la reina, le atraía, la deseaba- Derrota a Ptolomeo y Egipto será tuyo.

César se acercó a los labios de Cleopatra, ella los acercó pero cuando el romano estuvo a punto de besarla se alejó.

-Creía que te cansarías de mentir tanto.

El César se alejó de la reina y entró en la sala. Cogió la espada de Rufio y diseminó la arena de la mesa de tácticas frente a él, borrando mapas y estrategias.

-Abandonad el puerto.

-¡¡Si lo Egipcios ganan perderás tu imperio!!- Exclamó Agripa.

Cleopatra, desde la terraza escuchó la orden de César y sonrió al comprender su plan. Se adentró en la sala y habló a los presentes.

-Si el puerto no necesita protección será más difícil que tomen las puertas- La reina miró a su general que adoptó una pose regia ante la mirada de su señora- Ordena que prohíbo a cualquier barco abandonar el puerto.

-Si, vuestra divinidad- Dijo haciendo una reverencia y disponiéndose a salir.

-Heliodoro- El hombre volvió el rostro hacia Cleopatra- Apagad el faro.

Los presentes miraron atónitos a la mujer pero César sonrió, solo esa joven chica, esa mujer, su homónima griega, su compañera había comprendido su plan.

-A tus ordenes, divinidad.

Heliodoro salió de la sala como alma que llama Anubis mientras que César ordenaba a su generales, comandantes y almirantes que se marchasen. La faraona salió a la terraza y apoyó sus manos en el muro de piedra. César se acercó y abrazó a la reina por la espalda mientras besaba su cuello.

-Que tu luz nos ilumine cuando todas las demás luces se vayan, que tu llama nos guíe a la verdad y que el calor de tu flama nos traiga amor- Dijo mientras permitía al romano besar su cuello y clavaba su mirada en el gran faro, a lo lejos- Que tu calor se extinga cuando Ra los cielos queme y que tu luz se apague al advenimiento de nuestros enemigos, haz que caigan, haz que los mares se cubran de sangre.

El Legado de EgiptoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora