Accio

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Cleopatra acompañó a sus huestes. Cientos de navíos egipcios arribaron en la bahía de Ambracia. Antonio montó su campamento en un promontorio, Accio, del cuál se dominaba toda la zona pero poco después de llegar pareciera que la naturaleza estaba en su contra, decenas de barcos acabaron hundidos y para la desgracia de la reina, Octavio había llegado, sus naves, comandadas por el almirante Agripa, se encontraban rodeando la salida de la bahía, no tenían escapatoria. La lucha era la única solución.

Octavio y todos sus almirantes no paraban de discutir, no llegaban a un acuerdo y la hora se acercaba, Octavio estaba en una posición de fuerza y ellos aguardaban como conejitos asustados. La reina dirigió una mirada a las flotas romanas enemigas y comenzó a urdir una estrategia de batalla, no fue difícil.

Se acercó a los romanos.

-Debemos huir.

-¿Cómo decís?- Preguntó Cayo Sosio- Majestad, no podemos huir por mar.

-Podemos romper el bloqueo de Octavio. Su flota está formada en gran medida por trirremes, barcos pequeños en comparación a los nuestros. No hay mejores barcos que los egipcios- La reina se acercó a la mesa, con el plan de guerra y movió dos figuras hacia los laterales de la formación de Octavio- Cayo y Gelio atacarán los flancos de la formación enemiga obligando a Octavio a formar un hueco en el centro, así los barcos principales, aquellos que llevan el tesoro, los aprovisionamientos, y los solados de refresco, podrán escapar por el centro sin entablar batalla.

Los romanos miraron el mapa mientras una sonrisa se formaba en el rostro de Antonio.

-Sí...ganaremos suficiente tiempo para que las huestes de tierra se replieguen, será una jugada perfecta.

-Sí- Reconoció Gelio.

-Heliodoro, dispón las naves- Ordenó la reina y su general se fue dado zancadas.

Todos se prepararon para la batalla, Antonio besó los labios de Cleopatra antes de subir a bordo de su nave. Ella vio como su amado se alejaba por mar. Luego la reina subió a su propio navío, el arca de guerra, el navío real.

Las sirvientas vistieron a Cleopatra con una túnica blanca y sobre ella una coraza dorada. Sus muñecas eran protegidas por brazaletes y sobre su cabeza llevaba una corona de guerra, como la que usaban los faraones antiguos, un yelmo de combate azul con una serpiente de oro rodeándola. Sobre su cinturón yacía envainado un Kopis de empuñadura de oro.

A su lado estaba su fiel Heliodoro, su amigo, su general que mostraba un frío semblante, concentrado en las naves y soldados a su alrededor. El joven Eleo también les acompañaba, era su primera batalla. La cubierta estaba llena de solados griegos, la élite de lo que el ejército alejandrino podía ofrecer. Fieros macedonios de pura sangre, con armaduras de bronce, lanzas, espadas y escudos. Compañeros, como Alejandro los tuvo hace siglos. También se encontraban presentes una escolta romana, soldados bien escogidos por Antonio.

La batalla comenzó. Los navíos alejandrinos embistieron a la flota de Octavio pero esta era más maniobrares y muchas veces esquivaban los veleros egipcios. Las naves de Octavio poco a poco se fueron desplazando hacia los laterales, dejando un hueco accesible.

-Todo avante, capitán.

El capitán, un griego llamado Timandro, hizo una reverencia.

-¡¡¡Remeros, adelante!!!

Bajo la cubierta Cleopatra supuso que decenas de esclavos nubios debían esperar el mayor de los dolores pero los remos empezaron a moverse, a chapotear el agua y la flota egipcia zarpó.

Cleopatra sonreía, todo estaba saliendo a la perfección. Tomó asiento en su trono, en la popa.

Estaban cerca del auge de la batalla, Cleopatra escuchaba los gritos de los romanos, de ambos bandos muriendo, el choque de los barcos, los espolones abriendo grietas en la quilla de las naves enemigas, el dolor, la muerte. Nada le importaba, así debía...¡no, no, no!

El Legado de EgiptoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora