Esperando

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Habían pertrechado el campamento, lo habían asegurado y los legionarios se preparaban para la batalla contras las huestes de Octavio. Antonio no tenía la más mínima duda de que su querido amigo estaría guarecido tras sus tropas, bien lejos del auge de la batalla. Las tropas de Octavio le superaban doce a seis, Antonio tenía la mitad de fuerza pero mejor abastecimiento, podría levantar una defensa larga y contundente, lo suficiente para...para que pasase un milagro.

Antonio desfiló entre sus hombres, todos callaban, murmuraban entre si y sus ojos estaban perdidos entre las dunas del infinito desierto. Antonio veía sus caras y podía ver la incertidumbre, el miedo, la desesperación. No podían ganar y lo sabían. Solo podían aguantar un poco.

Entró en la tienda de mando, con Germánico, Rufio y sus otros comandantes.

-Solo tenemos once legiones...estamos acabados- Dijo Germánico, con gesto agotado.

-Podemos resistir- Apremió Rufio- La caballería de Octavio es exigua y pobre, podremos defendernos ante sus legiones.

-Casi todas nuestras tropas son egipcios y africanos mal armados y poco adiestrados, los romanos de verdad...

-Lo se Socio. Resistiremos en el campamento, aguardaremos a Octavio, vendrá y se estrellará contra cientos de escudos romanos.

-Su campamento está tras las dunas- Le informó Rufio.

-Bien- Antonio sonrió con cansancio- Dormid bien esta noche, mañana será la batalla ¡Meemos la toga de Plutón antes de ir al inframundo!

Todos rieron, sonrieron y asintieron con una momentánea cara de felicidad y conformidad.

-¡Ave Marco Antonio!

Todos salieron y dejaron a Antonio solo, con el silencio como único testigo y confidente de su dolor. Antonio pensó en Cleopatra, los años compartidos con ella habían sido los mejores, los año en Alejandría con sus tres hijos y Antilo, su hijo con Fulvia...Fulvia, ella le dio dos hijos pero...Antonio tuvo que dejar uno atrás, a su Julio. Pocas veces había hablado de él a sus hijos con Cleopatra pero si los dioses eran buenos, Antonio volvería a Roma y vería a Julio una última vez.

El general se recostó en su colchón y cerró los ojos.

Durmió a pierna suelta, sin temer como acabaría aquello. Cuando despertó se puso la toga, la armadura y se armó.

Salió de la tienda, sus legiones estaban...no, ¡¡Sus legiones!! Apenas quedaban legiones, solo unos cien hombres seguían allí, parados, con las armas en ristre. Solo quedaban algunos egipcios.

Rufio se acercó a él.

-¿Donde están todos Rufio?

El romano cayó.

-¡¡¿Donde?!!

Rufio alzó la mirada y señaló hacia las dunas frente a él. Las legiones de Octavio formaban estáticamente, el propio hijo adoptivo de César estaba al frente, con los generales y las tropas de Antonio a su lado...le habían traicionado, le habían abandonado.

-Ordena la rendición. Antonio, no...no podemos ganar.

El romano miró a Rufio y luego a sus tropas para al final depositar su mirada sobre las tropas enemigas. Pensó en César, pensó en todas las batalla que libró a su lado, desde las Galias hasta Ponto y Armenia. Pensó en Octavio, en las borracheras que tomaron cuando aún eran buenos amigos. Pensó en Fulvia y en su lealtad y cariño a Antonio. Pensó en el amor por sus hijos, por todos sus hijos y pensó en Cleopatra, su único amor. Antonio miró las tropas de Octavio y se puso su yelmo.

El Legado de EgiptoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora