Siempre he hecho demasiadas preguntas.
Desde que tenía tres años, mi pobre padre tuvo que aguantar una descarga de ametralladora de la pregunta «por qué» siempre que yo encontraba algo nuevo o interesante. ¿Por qué los patos tienen picos en vez de bocas como nuestro gato, Milo? ¿Por qué las abejas son buenas, pero los avispones son malos? ¿Por qué los niños de la escuela hacen pipí parados y por qué las niñas no pueden hacerlo?
Cuando las preguntas eran demasiadas, él me gritaba. Si eso no funcionaba, me mandaba a la casa de mi tía para que me quedara ahí por unos días mientras se recuperaba de mi parloteo persistente. Conforme crecía, aprendí que «recuperarse» significaba beber intensamente y llorarle a una Biblia; esa combinación era su único consuelo desde que mi madre murió tres meses después de mi nacimiento.
Las preguntas acerca de ella estaban completamente fuera de límites, y aprendí eso temprana y duramente. Si llegaba a mencionarla de paso, el rostro de mi papá se oscurecía al igual que un cumulonimbo tomado directamente del Viejo Testamento, y se sacaba su cinturón. Solo tomó un puñado de azotes con ese cuero agrietado y punzante antes de que aprendiera a nunca mencionarla cerca de él. Cómo debió haberle dolido que luciera exactamente igual que ella.
Pero mi curiosidad era una parte de mí, de la misma manera en la que lo es ahora, y no pudo ser asesinada con ninguna paliza.
…
La religión tuvo una relevancia predilecta en nuestras vidas, y vivimos en una de las ciudades más pequeñas al borde del Cinturón Bíblico en Estados Unidos —y mi afición por los interrogatorios infinitos me metía en problemas rápidamente—. Fui etiquetada como «antagónica» y pasé muchas horas de clase sentada en una esquina, a solas. La decepción de mi papá acerca de esto era palpable; lo único que él quería era una niña buena y obediente, como esas que reciben menciones superficiales en la Biblia. En este sentido, era muy desemejante a mi madre católica, quien había sido tímida y modesta, y eso parecía herirlo más que cualquier otra cosa.
Traté de ser como él la recordaba, pero las preguntas ardían en mis senos como un fuego pequeño, causándome dolor hasta que daba a luz a mis cuestionamientos. Quería saber por qué Dios había permitido que la serpiente engañara a Eva y causara tal conflicto, cuando Dios era omnisapiente y omnipresente. Mientras más aprendía y mientras más leía, más preguntas hervían en mi interior. Recuerdo cuán peligrosas se sentían, como una caldera de lava al rojo vivo esperando a reventar desde mi boca cual detonación ígnea de blasfemia. Y de entre todos los misterios, los que involucraban a las mujeres de la Biblia me consumían más que la mayoría.
Previo al exilio del Edén, antes del pecado original, ¿Eva tenía periodos menstruales? ¿Cómo hubiera sido el parto si nunca hubiera comido del Árbol? Si Adán hubiese sido engañado por la serpiente en vez de Eva, ¿los hombres habrían cargado con el dolor del parto? ¿Habrían sido las mujeres quienes se estarían esforzando en los campos hasta que volvamos al polvo?
Cada vez que trataba de alzar estas preguntas, era derribada de inmediato.
«Lo que pasó, pasó —me enseñó la profesora de la Escuela Dominical Protestante, con su mirada severa y acerada—. Y no es el lugar de las mujeres el argumentar contra las palabras de Dios o de los hombres».
Y eso fue todo. No podía impedir que las preguntas consumieran mis pensamientos, pero estaba aprendiendo a detener mi lengua.
…
Si las circunstancias hubieran sido diferentes, si hubiera crecido en otra parte, puede que simplemente me hubiera hecho atea. Mis preguntas no respondidas y las frustraciones crecientes me habrían alejado de la Iglesia en vez de empujarme con más seriedad dentro de la religión.