NUNCA usaré un condón de nuevo

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Levanten la mano: ¿a cuántos en verdad les gusta usar condón? Exacto. Son lo peor. Son incómodos, arruinan la sensación, y si te las llegases a arreglar para no desinflarte, tienes que contonearte al baño para botar la cosa mientras cuelga de ti como una larva trastornada alimentariamente. ¿Pero saben qué? Aun así los usamos. Porque somos personas civilizadas.

Este es el asunto: a la verga con ser civilizados. No me voy a acercar a una de esas piezas de látex mierderas en tanto esté vivo. Como si todo lo que mencioné arriba no fuese suficiente, tuve que lidiar con lo que me pasó ayer. Dios sabrá si podré volver a tener sexo.

Hasta ayer, solo había ido a una cita con Aimee, pero la química entre nosotros era obvia. Así que, después de que cenamos anoche, las cosas tomaron su curso natural. Esa es una forma decente de decir que estuvimos gimiendo y sudando encima del otro durante todo el camino a mi apartamento. Le di propina extra al taxista.

Llegamos a mi cuarto y retomamos las diversas manipulaciones biológicas que comenzamos en el taxi. El valor agregado de estar en casa: menos ropa. En fin, todo progresó como lo habíamos anticipado, y, un poco más tarde, ella me estaba pidiendo que me pusiera un condón. ¿Quién era yo para negarle a esta dulce mujer lo que me había solicitado? Me acerqué a la mesa de noche y tomé uno de ahí. Aimee me lo arrebató y rompió la envoltura. Por un momento, se vio como si estuviera considerando sus opciones. Luego se inclinó, dejó el condón en la mesa de noche y me hizo otras cosas por un tiempo. Cosas muy agradables, he de añadir.

Cerca de diez segundos después, hice que se detuviera. Sabía que la cita terminaría malditamente rápido si la dejaba continuar. Aimee accedió y se reposicionó en el borde de la cama. Incluso yo podía descifrar lo que eso significaba. Me levanté, tomé el condón de la mesa, lo rodé sobre mi estúpido pene y me puse a trabajar. Esta vez, fue por cuatro segundos.

En ese cuarto segundo, algo me picó la punta del pene. Fuerte. Me retiré más rápido que la Guardia Republicana después de la caída de Bagdad. Aullé mientras me salía de Aimee. La escuché murmurar: «Por Dios, ¿me estás jodiendo?». Pero no estaba especialmente preocupado por su irritación. Tenía un dolor intensamente agudo en la entrada de mi uretra. Algo duro estaba en el condón, sin ánimos de broma. Y noté que se movía. Víctima de un terror creciente, mis aullidos se convirtieron en chillidos sostenidos conforme me sacaba el condón, agarrándolo de la punta y sintiendo que algo se retorcía bajo la yema de mis dedos.

Lo que estaba pellizcando crujía entre mi pulgar y mi dedo índice. Una vez que me había liberado del condón, vi lo que era: uno de esos ciempiés domésticos que se meten en el apartamento siempre que llueve. ¿Saben lo que son los ciempiés domésticos? Son estas cosas. Y tenía uno en el pene. Se había roto por la mitad. La otra pieza estaba atascada firmemente en mi uretra. Grité y grité, y cuando Aimee se volteó para ver de qué trataba la conmoción, emitió un sonido que bien pudo haber despertado a todo el complejo de apartamentos.

Pellizqué al insecto partido y traté de sacármelo. De nuevo, su cuerpo crujiente se rompió en mis dedos. Me quería morir. La pieza que seguía atascada dentro de mí —la pieza que AÚN SE MOVÍA— se estaba internando más adentro de mi pene mientras yo me quedaba parado.

Y luego pasó algo. Es algo que nunca anticipé y es algo que aún no creo que pueda ocurrir en la vida real. Pero fue así. Y el mundo tiene que saberlo. En todo caso, antes de que lo mencione, necesito aclarar que mi sufrimiento acabó unos quince segundos después de ello. Aimee se fue y yo me dirigí al hospital. Las enfermeras se rieron y los doctores observaron con desaprobación a las enfermeras, para luego voltearse y partirse de la risa también. Se me dio el visto bueno y se me dijo que me asegurara de que no se arrastrara nada en mis condones la próxima vez que tenga sexo. Fue apaciguante recibir su opinión profesional.

Sin embargo, la parte que dejé por fuera, fue cuando Aimee demostró la naturaleza verdadera de su carácter. Incluso cuando no espero volverla a ver, estaré por siempre enamorado de esa mujer. Es porque en un tiempo de estrés abrumador, alguien tiene que dar un paso al frente y hacer lo que se tiene que hacer. Aimee fue esa persona anoche.

En medio de mi miseria y dolor, en tanto me agitaba con terror y confusión para sacarme de la verga esa fracción restante, Aimee puso sus manos en mis hombros. Me observó; la luz de Diners, Drive-ins, and Dives de la televisión le otorgaba un resplandor angelical a su piel oscura. Luego pronunció las palabras que, a un mismo tiempo, me acecharán y enriquecerán mis recuerdos por todos los años que me restan de vida:

—Deja de moverte tanto —Se le escapó un largo suspiro de resignación fatigada—. Creo que te lo puedo succionar.

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