Corrí directo al supermercado cuando escuché sobre el ataque nuclear. El Gobierno había dicho que una enfermedad mortal se estaba esparciendo en donde vivía, y que iban a eliminar a todo el que la tuviera. Cuando llegué a la tienda, vi que la mayoría de las latas de comida habían sido tomadas; de hecho, casi nada quedaba. Llevé todas las latas que podía cargar, corrí hacia mi auto y, haciendo el cálculo, supe que no tenía suficiente como para sobrevivir dentro del refugio antibombas.
Pensando en qué podría hacer, siendo el bombardeo nuclear inminente, vi una mujer y dos niños pequeños llenando una camioneta de latas de comida. Sobrevivirían por muchos meses con esa cantidad.
Fui adonde la mujer y le pedí si me podía dar algunas latas. «Lo siento, hay más personas en mi casa a las que debo alimentar. No te puedo dar ninguna», me dijo.
En lo que caminaba de vuelta a mi carro, decepcionado, me paré sobre algo. Miré abajo y descubrí que pisé un desarmador. Fue entonces cuando tuve el impulso. Me agaché y lo recogí, y vi devuelta a la mujer, quien aún empacaba latas en su camioneta. Necesitaba esa comida; y así, me acerqué a ella una vez más. «¡Oye, lo siento! —me dijo—. No te puedo dar ningu…», pero fue interrumpida por el desarmador que inserté en su pecho.
«Discúlpame», le dije en tanto su respiración se apagaba. Sus hijos se habían ido. No sé adónde, pero tampoco me preocupaba. Cerré el compartimiento trasero del auto, me metí en él y conduje devuelta a mi casa. En la calle habían personas que me rogaban por que las dejara entrar en la camioneta. Las bombas caerían pronto, así que no detuve mi marcha. Varios quisieron bloquearme el paso; no sé a cuántas personas arrollé con la camioneta.
Bajé del auto, ahora chispeado con sangre, y comencé a desempacar las latas en el refugio antibombas. Me tomó varios minutos. Una vez que había acabado, divisé los aviones. Me apresuré hacia el refugio y, momentos después, escuché un estallido extremadamente ruidoso. Luego nada. Tomaría un par de meses para que la radiación se aclarara, así que fui a sentarme. Tenía hambre y escogí una lata. Ahí fue cuando me di cuenta de que olvidé el abrelatas en la casa.
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