Como dice la mayoría de la gente, tuve una infancia jodida. ¿Quién no, verdad? Mi padre se fue antes de que naciera y a mi madre se le encomendó cuidarme por su propia cuenta, una habilidad que carecía dolorosamente. Mi madre recayó de inmediato en el estilo de vida fiestero y dependiente de drogas que había disfrutado antes de que yo naciera, y dentro de poco había convertido nuestro apartamento de dos habitaciones en una madriguera de opio.
Por los primeros cinco años de mi vida, caminé alrededor de una niebla de confusión aterradora. El aire humeante inundaba los pasillos de nuestra sala de estar y se colaba por debajo de la puerta de mi habitación. Siempre parecía perdurar por días.
Ahora sé que mi madre no era una mala persona, solo una víctima de sus adicciones. Cuando sí le sobraba dinero, traía comida a nuestra casa o me compraba ropa de segunda mano. Las únicas piezas de muebles que tenía en mi habitación eran un colchón y un cofre de juguetes azul y blanco. No es como si tuviera muchos juguetes para guardar en él, por supuesto; solo los tres que había recibido en cumpleaños. Uno era un equipo de arte, otro era una carretilla roja y, por último, mi orgullo y alegría, era una muñeca llamada Betsy.
Betsy era mi mejor amiga. Imaginábamos que teníamos fiestas de té juntas, dormíamos juntas, y hasta tomábamos baños juntas. A veces incluso recuerdo su voz.
Cuando rememoro mis conversaciones con la muñeca en mi adultez, me doy cuenta de que estaba sufriendo de alucinaciones, gracias a las siempre presentes colillas de cigarro que reclamaban los pasillos deslucidos y las habitaciones ventosas de nuestro pequeño apartamento.
Aun así, recuerdo el sonido de su voz: una candencia agradable y emocionante que casi siempre iba emparejada con una risita estrepitosa. También recuerdo las cosas que me decía y las cosas que quería que hiciera. Me pedía que robara —usualmente comida o lápices—. Quería que le trajera tenedores y cuchillos, y que golpeara al hombre malo que dormía en el sofá. Siempre salía con algo, y yo siempre me metía en problemas. Pero ella no. Cuando le decía a mi madre quién me había incitado a estas jugarretas, ella se mofaba y sacudía su cabeza. Nunca me creía. Los adultos nunca te creen.
Alrededor de mi sexto cumpleaños, le pedí a mi madre una fiesta de cumpleaños. Quería invitar a las niñas malas de la escuela y servirles pastel y helado para hacer que les cayera bien. Recuerdo haberme postrado en la cocina ese día con tantas esperanzas, habiéndole preguntado a mi madre la pregunta más importante de toda mi vida. La botella de Coca-Cola que sostenía estaba temblando en mis nerviosas manos. Esperé, sin soltar el aliento, en tanto mi madre continuaba guardando los comestibles, casi como si no me hubiera escuchado. Pero sabía que lo hizo.
Finalmente, justo cuando había fallado por segunda vez para acumular el coraje para repetir la pregunta, ella se giró y sacudió la cabeza ligeramente.
—¿Una fiesta de cumpleaños? Laura, eso es ridículo. No puedo pagar la comida de quince niños que ni siquiera son míos. Carajo, ¡que ni siquiera te puedo alimentar a ti! Comes como un elefante, especialmente para una niña de tu tamaño. Ah, lo siento, Betsy lo hace. Casi no me queda nada para comer a mí, muchos menos para un salón de clases de los mocosos de otra gente.
Me expresión se desplomó mientras ella negaba con la cabeza, murmurando algo con un suspiro y trastabillando hacia la sala. Escuché la música subir de volumen, y luego entraron más personas por la puerta. Algunos se quedaron, otros se fueron; nunca los conocía de todas formas.
Simplemente no era justo. Mi madre organizaba festejos todo el tiempo. ¿Qué hay de mí? ¡Era una niña! Todos mis amigos tenían fiestas de cumpleaños, y ahora las niñas malas de la escuela iban a saber que era muy pobre como para tener una, y me iba a molestar todavía más.