¿Alguna vez has tenido una experiencia que sugirió que alguien más estaba en tu casa, y solo pensaste «no quiero saberlo», haciéndolo a un lado? A veces, el miedo a lo desconocido parece ser la opción de preferencia ante el peligro real y concreto. Pero por lo general no sucede nada. Una vez, la función de alarma del teléfono inalámbrico de mi casa se disparó cuando yo estaba solo. Solo se podía llamar desde la sala de estar. En otra ocasión, juraría que alguien me robó un dinero del escritorio. Probablemente solo son pequeñas jugarretas desconcertantes de la memoria.
¿Pero qué harías si algo realmente sugestivo llegase a pasar? ¿Correrías, o solo lo ignorarías, como yo hice?
El lunes anterior fue un día normal. Me levanté, me lavé los dientes, me puse mi uniforme escolar… Todos los pequeños detalles de mi ritual de mañana. Me pareció que sería otro día totalmente irrelevante, hasta que vi las cuerdas.
Había tres o cuatro cordeles gruesos en mi habitación. Se cruzaban entre sí desde las paredes alrededor de mi cama y uno estaba enlazado a la puerta. No había manera de que los hubiera ignorado antes; tuve que haberme tropezado en ellos. Estaban atados a clavos en las paredes, los cuales tampoco existían hace diez segundos.
Nadie pudo haber estado en mi cuarto mientras yo estaba en él, ni mucho menos colgarlos. Pero era temprano y mi cerebro no procesaba las cosas correctamente. Solo ignoré el panorama, desaté las cuerdas y me fui a la escuela, dejándolas hechas una bola en mi escritorio.
No mejoró después de eso. Afuera de mi hogar había cientos de ellas, atadas entre casas, alrededor de autos, a lo largo de las calles… Esto tenía que ser una broma bastante elaborada. Uno de esos programas de cámara oculta. Y también habían metido a todos los demás en ello: los transeúntes iban atados, amarrando las cuerdas en objetos hacia los que se dirigían y de los que se alejaban, como si estuvieran siguiendo el flujo que había sido desplegado para ellos.
Continué, nervioso, mi camino hacia la escuela. En el bus, todo excepto yo estaba atado a la puerta. En la escuela, grupos de amigos estaban atados entre sí; los profesores atados a mesas y pizarrones. Curiosamente, lo único que me preguntaba para ese punto era por qué yo había sido excluido.
Cuando mi amiga Lucía se sentó a mi lado en la primera clase, solo tiró su mochila en mi regazo y descansó su mentón en su mano viendo a través de mí, hacia la ventana que daba a la intemperie.
—Ey, Lucía.
Ninguna respuesta.
—Vamos, no esperaba que a ti también te convencieran de esto.
Suspiró y empezó a sacar libros de su mochila. Todos los libros estaban atados a sus manos. Sonreí y arranqué una de las cuerdas de un libro. No pareció notarlo; en su lugar, omitió el libro por completo y lo dejó caer al suelo sin vacilar.
—Um.
Me agaché, recogiendo su libro y colocándolo de vuelta en su escritorio. No lo notó.
—Bueno, si así es como quieres jugar.
Sonreí, tratando de verme bromista, pero en realidad solo quería ocultar mi nerviosismo. Agarré todas las cuerdas atadas a ella con una mano y las retiré de su cuerpo.
—Joder, Martín. Eres como un ninja o algo.
—He estado sentado aquí más o menos por cinco minutos. —Sonreí de nuevo, aliviado de que mi amiga me haya «notado».
—¿De dónde salieron todas estas cuerdas? —resopló, aparentemente ignorante de ellas hasta ahora.
—Pensé que todos ustedes me la estaban jugando…