Cuando heredé a Claudette, me preocupaba al comienzo que fuera a estar sola y deprimida. Sabía que los loros supuestamente son criaturas sociales, pero yo apenas estaba equipada para lidiar con uno, mucho menos para conseguirle un acompañante. Mi tía June, quien me había regalado el ave «generosamente» después de que descubrió cuán ruidosa y enérgica podía ser, me aseguró que Claudette era del tipo independiente y que estaría bien por su propia cuenta.
Claudette y yo tuvimos un comienzo problemático. Yo me sentía tímida alrededor de su gran pico y garras afiladas, y a ella le tomó tiempo confiar en una persona más. Aparentemente, ella había tenido cantidad de hogares en sus veinticinco años de edad, y todos la habían regalado al igual que mi tía lo había hecho. En su mayoría, esa fue la razón por la que la conservé; me sentía mal por ella y quería que finalmente tuviera un hogar permanente, incluso si eso significaba una curva de aprendizaje empinada.
Tuvimos lo que se sintió como un largo período de adaptación, durante el cual aprendí que ser mordida, pese a que era doloroso, podía ser mucho peor, y ella al menos empezó a reconocerme como la mano que la alimentaba. Cuando descubrí que se sentía mucho más feliz en mi jardín pequeño y de techo cerrado, moví su jaula ahí y la dejé andar libre, lo cual también mejoró nuestra relación.
Tomó mucho tiempo, paciencia y amenazas, pero eventualmente llegamos al punto en el que ella volaba hacia mí siempre que yo salía, y se sentaba en mi brazo mientras ingería lo que le había traído.
Si es que me había estado preocupando por que se sintiera sola mientras yo estaba en el trabajo, esas preocupaciones se disiparon rápidamente cuando me di cuenta de que estaba haciendo amigos con los sinsontes que tenían un nido en el árbol detrás de mi apartamento. Intercambiaban llamados y se graznaban entre ellos a lo largo del día, lo cual a veces me metía en problemas leves con los vecinos más sensibles a los ruidos, pero no era nada que unas cuantas galletas caseras y una carta de disculpa no pudieran enmendar.
Nunca antes había considerado comprar una lora, pero Claudette demostró ser una chica dulce e inteligente una vez que superé su onerosidad inicial, y aprendí que tenía un vocabulario un tanto extenso —y a veces extravagante—, y que era una imitadora excelente. También descubrí que, durante el transcurso de unos cuantos meses, mientras estaba en el trabajo, ella aparentemente le había enseñado a los sinsontes una que otra cosa.
Una tarde, estaba sentada en el jardín rascándole el cuello a Claudette antes de irme a hacer la cena, cuando escuché una voz suave pero distintiva que provenía desde algún lado por encima de mí.
«¡Mierda!», decía.
Salté, no habiendo visto o escuchado a nadie acercándose, y miré a mi alrededor, pero mi esquina en el complejo de apartamentos estaba callada y no había nadie afuera. En mi regazo, Claudette empezó a agachar su cabeza y sus plumas se alborotaron muy ligeramente.
«¡Mierda!», dijo de nuevo la voz.
«¡Mierda!», respondió Claudette.
Ella y la voz se intercalaron unas cuantas veces más, gritando entusiasmadamente una de las palabras favoritas de Claudette, hasta que me apresuré hacia adentro, avergonzada. Fue solo cuando vi a uno de sus amigos sinsontes aparecerse por el jardín un par de veces, obviamente en búsqueda de Claudette, que comprendí que la voz que había escuchado no había sido de alguien que estaba alentando su comportamiento travieso; había sido uno de los sinsontes.
Claudette le había enseñado a las aves salvajes a maldecir.
Me iba a costar muchas más galletas para quedar bien con los vecinos cuando se dieran cuenta de eso.
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