Bailarín Nocturno

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¿Alguna vez has tenido una de esas sensaciones de que algo está mal? Aunque no durante el día, durante la noche. Me refiero a ese sentimiento súbito de pavor que te ordena despertarte. Gracioso, es como si la maldad nocturna emanara algo que tu cerebro durmiente sabe captar.

Tuve una de esas sensaciones recientemente. Me forzó a despertarme a las dos o tres de la madrugada. Cuando sientes esto, por lo general te quedas acostado fingiendo sueño, o, si te sientes osado, echas un vistazo alrededor de la casa. Tras fallar en encontrar algo, regresas a dormir inevitablemente. Es lo que debí haber hecho.

Debí haberme quedado dormido.

Esa noche me senté derecho. Por un largo rato, me quedé sentado mirando fijamente a la oscuridad del cuarto antes de darme cuenta de que estaba despierto. Luego, el miedo hizo efecto: esa sensación opresora que compacta tu pecho y serpentea en su camino por tu garganta. Estaba solo y con la mirada dilatada sin razón alguna. No podía oír los signos típicos de un allanamiento o los sonidos fantasmagóricos de la fuga de una válvula.

Sin pensarlo más, me levanté y caminé hacia la ventana que daba a la parte trasera de la casa. Abrí solo lo suficiente de la cortina como para asomar mi cabeza y me enfoqué en mi patio iluminado por la luz de luna.

Debí… haberme quedado dormido.

Afuera, dando saltos en mi jardín, estaba un payaso. Tenía pliegues en sus mangas y cuello, pantalones abultados y zapatos flexibles. Su rostro, pintado en blanco, era rematado por una gran nariz roja de goma. Sin duda alguna, era lo último que hubiera querido ver por la madrugada.

Bailaba en silencio total repitiendo un paso al que solo los niños encontrarían divertido. Lo vi con fascinación tensa mientras recorría el jardín, intentado ignorar el creciente bulto en mi garganta. Se movía, deteniéndose ocasionalmente para jugar con mis herramientas de jardinería u oler las plantas incipientes. Después valseó hasta un retoño de roble que había plantado para luego desaparecer.

Parpadeé. No era posible. Caminó detrás de la delgada planta infante, pero no regresó del otro lado. Tuve que haber podido mantenerlo en mi mirada hasta el último momento, pero no fue así. Fue como si el payaso caminó a través de una puerta escondida cerca del retoño.

Deseé que todo fuera una especie de sueño lúcido. Pretender que nada sucedió era más fácil que la verdad. El payaso regresó, noche tras noche. Por semanas llegué a verlo bailar en mi patio, y al final de cada noche desaparecía de la misma manera. Una noche, desapareció detrás de una manguera de jardín, solo para reaparecer segundos después tras la podadora.

Esta noche lo encontré cavando un agujero en el jardín. Nunca lo había visto hacer algo como eso antes, y mi pensamiento inmediato fue que el payaso estaba cavando mi tumba. El agujero se hizo más y más profundo en lo que cavó hasta que la cima del agujero se alineó con su cabeza. Una vez que había terminado, se paró frente al agujero sin moverse, cuando, de la nada, giró su cabeza. Mi corazón latió tan fuerte que pude sentir el hierro en mi paladar. Estaba a punto de alejarme de la ventana a un mismo momento en que lo vi agacharse y arrancar una flor. El payaso puso el tallo entre sus dientes y plantó la pala firmemente en la tierra, antes de estirar tirantes imaginarios y admirar su trabajo como un granjero. Mi corazón pulsaba aceleradamente para ese punto, aunque estaba aliviado de que no me había visto.

Como si esa cosa me hubiera leído la mente, se dio la vuelta para encararme. Nunca pensé que añoraría un paro cardíaco. Escupió la flor y corrió hacia mí con sus pies aleteando hacia los lados. Se detuvo a unos metros de la casa, sonriéndome con sucios dientes anaranjados, y señaló al agujero llamando mi atención como un niño que acaba de terminar su pintura de dedos. Congelado en mi lugar, lo único que pude hacer fue sacudir mi cabeza furiosamente en ademán negativo.

La sonrisa del payaso se desplomó y se rascó la cabeza como si estuviera confundido. Avanzó hacia el agujero y lo señaló de nuevo. Lo hubiera mandado a comer mierda si pudiera. Se quedó parado ahí por un momento antes de actuar animadamente su momento de «¡ajá!». Luego se contoneó hacia la pala enterrada y desapareció detrás de ella. Estuve a la espera de que reapareciera en el jardín como antes. Recé silenciosamente para que fuera así, hasta que escuché la puerta de mi armario abrirse.

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