La guadaña de la Parka no es para recolectarte

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No existe miedo tan recio como el miedo a lo desconocido. Ningún semblante monstruoso que ha sido descubierto hasta el momento ha sido tan estremecedor como el potencial infinito de terror que existe antes de que la máscara sea removida.

Es por eso que a nosotros, los humanos, dentro de nuestra confusión ingenua acerca del orden del universo, nos exaspera nuestro miedo letal a la muerte. Creemos que es la última frontera —la incógnita más grande que nos podemos imaginar, de cuyas costas de penumbra no puede regresar ningún viajero—. Así que nos aferramos desesperadamente a incluso las vidas más deprimentes y angustiantes, sufriendo cualquier mal conocido por encima de nuestra liberación hacia el más allá.

Pero la muerte no debe ser temida, porque la muerte es muy bien entendida. La hemos presenciado, causado, medido y registrado hasta el último espasmo agonizante de parpadeo neural. Incluso cuando yacía moribundo, me pareció tonto que le tuviera miedo a ese vacío que la razón nos prometió que debíamos anticipar.

Mientras estaba vivo, no iba a experimentar la muerte, así que no había razón para tenerle miedo ahora. Cuando estuviera muerto, no sería capaz de experimentar nada, por lo que el miedo no tenía sentido. Ese pensamiento me confirió gran consuelo mientras sentía la última lucha errática de mi corazón en contra de la conclusión inevitable que se aproximaba. No fue hasta que finalmente me estaba quedando dormido, que una última duda intrusiva burbujeó en mi cerebro:

¿Qué tal si no es la muerte la cual debe ser temida? ¿Qué tal si es lo que yace más allá?

Y así me deslicé, aquejado, más allá del entendimiento mortal, adentrándome en un mundo tan abandonado por la razón como yo había sido abandonado por la vida. Aún me encontraba en la habitación del hospital, pero el ajetreo de las enfermeras y el pitido de las máquinas perdieron su opacidad como si hubiese sido rodeado por un crepúsculo que descendía velozmente. Parecía que cada sonido era un eco de lo que una vez había sido; cada vista era un reflejo. Con cada momento que pasaba, el mundo se tornaba menos real…

Pero todo ese panorama y sonidos —todo ese ser— no estaba simplemente desapareciendo. Se estaba transformando en una figura a mi lado. Mientras menos real se convertía mi habitación, más real se hacía la figura, hasta que, en breve, existía con una realidad tan nítida, que nada a su lado parecía real en lo absoluto.

Su túnica era negra. No el color negro, sino su esencia. Era como ver a un tigre después de haber pasado toda una vida observando el dibujo tosco de un niño y creyendo que eso era lo único que un tigre era. La realidad fluía alrededor de su guadaña como un pincel a lo largo de acuarelas, y podía observar cada partícula elemental y el tiempo mismo desgarrándose a lo largo de su hoja.

«Seguramente fue por esto —pensé—. Fue por esto que se nos instruyó, sin palabras, que le tuviéramos miedo a la muerte». Me aferré a mi sábana de hospital para retraerme de la intensidad de la presencia de la Parca, pero el algodón que solía ser suave, ahora fluía por mis manos como una niebla translúcida. Supe en ese momento que nada me podría ocultar del agarre del espectro, pues él era la única cosa real en ese mundo.

—Llegas tarde.

No fueron palabras. Mi cabeza dolía por la presión de ese conocimiento a medida que mi demora era tallada en mi conciencia, impartida como una ley de física inescapable, tan inequívoca como la gravedad.

—No tenemos tiempo para el discurso usual. Apresúrate.

Sentí que fui arrastrado en torno suyo como el polvo de un huracán. Antes de que supiera lo que estaba sucediendo, estábamos afuera del hospital, moviéndonos a un ritmo tan frenético, que el mundo a nuestro alrededor se nublaba a modo de un túnel vertiginoso de luz destellante.

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