Entrené cuervos para que me trajeran monedas

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En la universidad, batallé con cubrir los gastos de fin de mes. La mayoría de mis comidas consistían casi enteramente de fideos ramen, acompañados con un huevo revuelto si mis finanzas eran más fuertes que lo usual, y mezclados con el derroche semanal de una barra de caramelo y una soda cada viernes. Trabajaba en un empleo de medio tiempo, pero la renta en la ciudad es cara, mis clases eran demasiado pesadas como para trabajar más de veinte horas a la semana, y mis padres me habían cortado mis fuentes de ingresos el año anterior.

Estaba desesperado, buscando cualquier solución para adicionar unos cuantos billetes. Y al final encontré una.

Comenzó como una broma entre mis amigos.

«Sabes, Tony», dijo uno de mis compañeros de cuarto en tanto yo vertía una porción lastimera de fideos y medio paquete de especies en agua caliente. «Incluso las palomas de esta ciudad comen mejor que tú».

«¿Comer?», acotó otro de mis compañeros de cuarto, riendo. «Anda, apuesto que tienen mayores ahorros en cuentas de banco que él».

Rieron, y yo comí mi sopa con un ceño fruncido. Pero la idea se impregnó en mi mente y esa noche me la pasé despierto, reflexionando.

Había recogido cambio con frecuencia de las aceras en mi rumbo a la universidad. Nada sustancial; un centavo por aquí, una moneda de cinco por allá, y quizá una de veinticinco si tenía suerte. Pero ese era solo un fragmento de la longitud de la ciudad. Probablemente, había una pequeña fortuna escondida en el laberinto, pequeñas recompensas destellando por las grietas de las aceras y entre la hierba. No tenía tiempo para recolectarlas, pero alguien sí.

Y ese alguien fue mi sujeto de prueba número uno: Jeffrey, el cuervo.

Me había hecho amigo de Jeffrey un año antes cuando merodeaba mi apartamento, picoteando en busca de comida por la calle. Sus ojos pequeños me habían visto de reojo en tanto yo caminaba hacia la universidad, siguiéndome una vez que me notó comiendo una barra de granola de desayuno —un privilegio que solo podía justificar dado que había trabajado una hora extra esa semana—.

«¡Caw!», llamó, revoloteando sus alas encima de mi cabeza para aterrizar en el camino delante de mí. «¡Caw!».

«Piérdete», dije, aferrándome a la barra de granola y tratando de evadirlo por el lado.

Su cabeza se ladeó mientras corrió para posicionarse directamente delante de mí, y me llamó de nuevo. Expectante. Esperando a que pagara la cuota por cruzar su camino.

Así que le dejé un pedazo pequeño de granola y seguí caminando. Y Jeffrey nunca olvidó mi regalo.

Me esperaba afuera cada mañana, y desarrollamos una relación, un tributo unilateral en el que le compartiría una migaja, un fideo o algún otro pedazo de comida diminuto en mi camino a la universidad. Y, con el tiempo, Jeffrey se hizo importante para mí. Además, me había dado cuenta de lo inteligente que era como para ser un ave. Por ejemplo, luego de un mes, aprendió que nunca salía de mi apartamento los fines de semana, así que dejó de aparecer afuera de mi puerta durante esos días. Luego de dos meses, me empezó a dar baratijas a cambio de los pedazos de comida.

Eran cosas pequeñas —un poco de hilo, un botón, quizá una cola para pelo—. Pero, de vez en cuando, quizá una vez cada dos semanas, Jeffrey me traía una moneda. Y entonces, con esa idea fresca en mi mente, había decido capitalizarla.

Por lo que cada mañana en la que Jeffrey me traía una moneda, le daba el doble de comida junto a una pasa, las cuales eran su premio favorito. Por dos meses, Jeffrey falló en darse cuenta de la tendencia, y más bien se quejaba en los días que solo recibía sus porciones normales. Luego, en el tercer mes, algo hizo clic. Y Jeffrey solo me trajo monedas desde ese punto en adelante.

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