Todos los niños creen que sus juguetes les pueden hablar. Yo simplemente nunca perdí el hábito.
Estaba comprometida con un hombre en la ciudad cuando era joven. Terminó en llanto, y cuando me mudé de vuelta a casa, sabía que no estaba destinada para ese tipo de vida. Así que, con un pequeño préstamo de mi padre, transformé una tienda abandonada en Birch Street en un hospital de juguetes.
Nunca fue un negocio muy lucrativo, pero disfrutaba mi trabajo. Ganaba lo necesario como para remodelar el pequeño apartamento arriba de la tienda y entretenerme con un suministro de libros lo suficientemente amplio. Los niños en el pueblo me conocían como la «Doctora de Juguetes» y siempre me traían golosinas a la tienda cuando terminaba una reparación.
Era buena en mi trabajo, buena para coser y para lubricar engranajes pequeños. Podía devolver un juguete viéndose como nuevo.
Les susurraba mientras los arreglaba, y ellos me respondían con sus secretos. Como era usual, un oso de felpa podía venir con la mitad de su relleno ausente y una explicación de que «solo se estaban divirtiendo demasiado». O una muñeca con patines que estaba molesta por estar encerrada en la casa.
A veces eran más tristes. A algunos niños sencillamente no les gustaban sus juguetes. Los que no eran queridos, eran tirados por las escaleras, y eran traídos por padres que no estaban conscientes de ello. Otros me hablaban de rivalidades fraternales dolorosas, bullying o golpizas emocionales de parte de los padres. Trataba de susurrarles mi apoyo y consejos, para darle a los dueños algo de fuerza cuando les regresara a sus amigos.
La primera que hizo que mi corazón diera un vuelco fue una muñeca de trapo que pertenecía a la hija de seis años de un banquero local. Llegó con la mitad de su cabello arrancado. Fui a traer la aguja y el hilo (por suerte, las muñecas de trapo utilizan cabello de hilo bastante común y barato). Cuando estaba enhebrando la aguja, escuché un susurro:
—Papi viene a su habitación por la noche. Hace que le duela y que llore. Mamá no hace caso.
Con el rostro congelado, un «eso es terrible» fue lo único que pudo salir de mi boca.
—Ella quiere que se detenga, pero no sabe cómo.
Me armé de valor, haciendo la primera sutura en su cabeza.
—¿Puedes pedirle que te deje en las escaleras una noche?
Estuvo en silencio por un momento.
—Nos meteremos en problemas.
—¿Hacer que desaparezca valdría la pena?
No respondió, así que terminé de coser el hilo de vuelta.
Sally estaba deleitada cuando vino a traerla, y noté que no se atrevía a ver a su padre a los ojos.
Hallé el artículo en el periódico una semana más tarde. Encontrado muerto en su casa, descartado como un accidente. Una caída por las escaleras.
Lo recorté y lo conservé. La muñeca de trapo de Sally nunca apareció nuevo, y mi trabajo regresó a la normalidad.
Luego sucedió lo de hoy.
La mayoría del tiempo, los juguetes que arreglo son traídos por sus dueños. Niños. Conozco a la mayoría de las personas en el pueblo, así que el cobro de los costos no es un gran problema. Mis precios son justos. Solo raramente es un padre quien trae el juguete.
Don Markowitz era un profesor de Ciencias en la escuela secundaria local. Era un hombre alto y delgado, con cabello ligeramente largo y anteojos de carey. Llegó abrazando a la muñeca en sus manos.
—Era la favorita de Natalie. Susan no juega mucho con ella, pero no puedo soportar el pensamiento de botar algo que Natalie amó tanto.
Asentí. La muerte de Natalie Markowitz había sido una tragedia para todo el pueblo. Ella fue la bibliotecaria adorada del pueblo por muchos años. Nadie supo qué fue lo que la impulsó a manejar contra el carril de tráfico congestionado aquella noche. La biblioteca había estado cerrada desde entonces.
Levanté la muñeca. La reconocí de inmediato. Era una de las primeras muñecas que hablaban a cuerda; debí de haber arreglado docenas de ellas en mis años inaugurales. La misma cola de caballo rubia, camisa blanca impecable y suéter rojo. La llamaban Betty Balbuceos. Era tratada como una reliquia familiar, un coleccionable. Susan Markowitz ya era una adolescente; era improbable que en realidad siguiera jugando con la muñeca, si es que lo hacía.
Jalé la cuerda, solo para oír un quejido lento y distorsionado. Por suerte, aún tenía casi una docena de repuestos para esto —de muñecas cuya reparación había resultado ser imposible, y que dejé en mi oficina para conservar las partes—.
Cuando hice a un lado mis herramientas y jalé la cuerda en la espalda de la muñeca, dejó escapar la voz animosa de la actriz diciendo «¡mami!».
—¿Qué es lo que ya no puedes hacer? —Le pregunté, guardando mis herramientas en el cajón y agarrando el trapo para limpiar la piel plástica de la muñeca. Anticipaba algo sobre escuchar el duelo de Susan y su padre. No esperaba lo que escuché entonces.
—Mantuve las sombras lejos de Natty por muchos años. Salían de su clóset, y yo me esforzaba con todo lo que tenía. Jalaba mi propia cuerda y gritaba ante la noche. A veces se asustaba, la despertaba. Ella nunca veía a las sombras disiparse cuando lo hacía.
Suspiró. Escuchar el suspiro de una muñeca es algo extraño. Sonaba como si necesitara un buen trago.
—Luego me guardó, en el garaje, desde donde ni siquiera podía saber si aún estaban yendo tras ella. Cuando Mark me trajo, ya la habían alcanzado.
Otra pausa larga mientras refregaba todos los signos de la edad en sus miembros.
—Pensé que quizá se habían ido. Pero anoche salieron del clóset de nuevo. Yo me encontraba en el estante superior, encima de ellos. Jalé mi cuerda con tanta fuerza que la arranqué y me caí del estante. Eso despertó a Susan, pero cuando las sombras se esparcieron, escuché que una de ellas se reía mientras yo yacía en el piso. Ya no puedo seguir con esto.
Nunca me consideré una mujer muy religiosa, pero sí creía. Creí tan fuerte como pude mientras sacaba mis herramientas de nuevo y abría a Betty una vez más.
El pequeño crucifijo de metal cupo casi perfectamente en el espacio entre su caja de voz y el cuadrado plástico que la cubría.
—Cuando regreses, ve a su lado en la cama. Mientras más cerca estés, más fácil será protegerla.
Betty me observó con sus ojos sólidos café oscuro.
—Es posible que las sombras te encuentren.
Sonreí gentilmente.
—Tengo una ventaja. Todos los juguetes están aquí. Todos aún me dicen lo que ven por la noche.
Luego arreglé su vestido y fui llamar a don Markowitz para decirle que el trabajo estaba hecho.