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Narrador

Aina llegó en un cuarto de hora a su casa con mucho miedo de ver de nuevo a su madre, afortunadamente eso no ocurrió ya que, en ese momento, estaba buscando a su hermano a la casa de un amigo. Al ver que ninguno se encontraba en el lugar, subió lo más rápido que pudo a la planta superior y entró al baño. Se miró al espejo, estaba totalmente destrozada.

–No puedo seguir así –se secó las lágrimas. Tenía los ojos rojos al igual que la nariz–. Mis amigos tienen razón, soy estúpida –suspiró para tranquilizarse–. Mis padres tienen razón, no merezco vivir.

Ismael, por otra parte, había salido detrás de Aina nada más irse de su hogar. Corrió y corrió pero no llegó al mismo autobús que ella. Tuvo que esperar media hora más, a él se le hizo eterna la espera. No dejó de pensar en que no tenía que haber hecho lo que hizo, no tuvo que haber ayudado a Yaneli en ningún momento.

–Lo siento mucho, Aina –susurró mirando por la ventana del vehículo. Entonces, una lágrima cayó por su mejilla.

La chica seguía en el cuarto de baño, sentada en el suelo agarrando sus piernas y meciéndose intentando tranquilizarse. Le era totalmente imposible. Se levantó y se miró al espejo. De repente, vió una pequeña cuchilla de afeitar y se acercó a ella. La miró de cerca.

–¿Qué puedo hacer contigo? –dijo apoyando la otra mano en la barbilla, pensando.

Ismael llegó a su destino pero no tenía la menor idea de dónde lo había dejado el bus, era la primera vez que viajaba en él, «¿a dónde tendré que ir exactamente?» pensó una y otra vez. A cada rato se estaba poniendo histérico. «Un mensaje, claro».

Ismael: Aina, ¿estás en tu casa?
Ismael: ¿en el parque?
Ismael: Aina, por favor, contesta.

El móvil de la chica vibró. Miró los mensajes. Eran de Ismael. Los leyó sin entrar al chat para que no notase que los había leído.

–¿Qué quieres tú ahora? –preguntó en alto mientra los leía–. ¿A ti qué te importa? –tiró el teléfono contra la pared y se rompió en muchos pedazos–. Que supieses todo esto y no me lo contases...

«¿Lo hubiese creído?» mentalizó después de pronunciar las últimas palabras.

Se miró por última vez en el espejo y volvió a ver la cuchilla. No la usó y no lo haría. Fue a su habitación y cogió su diario. Empezó a escribir, con pelos y señales, todo lo que le había pasado. Absolutamente todo lo que recordaba. Cuando terminó, se acostó en la cama.

–Me duele mucho la mano –sentenció–. Aunque el dolor no es comparable a cómo me siento ahora mismo.

Ismael seguía pensando a dónde debía ir y por dónde, no tenía la menor idea. Preguntó a la primera persona que encontró dónde estaba el parque del pueblo. Por desgracia, habían dos. «¿A cuál tengo que ir primero?». A suerte. Sacó una moneda: si salía cara, iría al parque más cercano; si salía cruz, al más lejano. Lanzó la moneda: cruz.

–Estoy agotado. Pero es por tí, Aina –susurró antes de empezar a correr.

«No puedo seguir así» pensó Aina. «Si todo lo que hago hace sufrir a la gente, ¿para qué sigo aquí?» se dijo una y otra vez.

–Ya está.

De un salto con algo de energía pero, en su mayor parte, cansancio y desgana se levantó de la cama. Cogió su diario, lo golpeó con leves movimientos contra su mano pensando qué hacer con él. Agarró el primer folio en blanco que encontró y empezó a escribir.

Mamá, serás la primera persona en leer esto y me gustaría decirte que, afortunadamente, tienes razón: no tendría que seguir viviendo.
Este es mi diario. He estado escribiendo lo que ha pasado en mi vida los últimos meses y me parece bastante interesante la historia, tanto que me gustaría que lo presentases a alguna editorial o, no sé, que hagas algo con él, como dárselo a alguien o tirarlo a la basura.
Ha sido una vida preciosa a pesar de que tú no me querías en la tuya, por esto te quiero agradecer todo lo que has hecho por mí sin gana alguna. Os echaré de menos. Dile a Aimar que me he ido a estudiar a algún otro sitio, algo te inventarás... Adiós.”


Dejó el diario encima de una mesa, la primera que vió. Tenía la esperanza que lo encontrase primero su madre y no su hermano. A él lo quería mucho y no quería que sufriese por alguien que no merecía la pena.

Salió de la casa y empezó a caminar. Caminó, caminó y caminó sin rumbo alguno hasta que llegó a un lugar que le era muy familiar: el edificio antiguo de aquel sueño. Subió todos los escalones con mucha pereza pero con ganas de llegar al último piso. Al estar ya ahí, se sentó en una caja que podría llevar en ese mismo sitio un par de años.

Al tiempo que ella iba al edificio, el chico llegaba, corriendo, a su casa. Había ido al parque que tocó con la moneda y ese era al que quería llegar, un golpe de suerte. Miró todos los rincones y por ninguna parte estaba ella. Al llegar a casa de la chica entró: la puerta seguía abierta.

Miró por todas partes y lo único que encontró fue un librito con una nota encima. Decidió primero leer lo que estaba escrito en el folio.

–Aina, no –su voz empezó a temblar–. ¿A dónde vas a ir? ¿Dónde estás? –salió de la casa, no sin antes coger el diario y la nota–. ¿Alguien ha visto a alguna chica? –gritó una vez en la calle.

Un hombre, que andaba con su perro, se acercó a él y dijo que había visto a una chica un poco más baja que él pero que era bastante alta. Tenía el pelo castaño e iba mirando al suelo.

–Es ella –sonrió desesperado–. ¿Hacia dónde fue?

–Hacia allí –señaló a su espalda.

–Sabe... –tragó saliva–. ¿Sabe si hay algún edificio alto cerca?

–¿Cerca? –pensó–. Sí, el edificio Guillermo López, está abandonado desde hace un par de años –su tono empezó a tornarse preocupado–. ¿Pasa algo?

–Muchas gracias, señor –volvió a sonreir por obligación. Salió corriendo hacia el edificio antes de que el hombre pudiese seguir hablando.

Tenían que ser dos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora