Capítulo III, parte II

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Marcus dejó escapar un suspiro de puro agotamiento y se apartó del gran ventanal de su estudio.

Una brisa rebelde y fría entró en la habitación y le enredó algunos mechones de pelo, que se sacudieron bajo su suave caricia, al igual que los diferentes papeles que había sobre su escritorio.

Las cartas de sus inversores se amontonaban unas sobres otras, algunas con buenas noticias y otras, con meros informes que apenas requerían de su atención. Entre los papeles también se encontraban las contestaciones a las invitaciones que él mismo había enviado esa mañana. Como siempre, el número de asistentes sería muy elevado, lo que era una buena noticia: Amanda estaría muy satisfecha y él no tendría que aguantar ni su mal humor ni sus ácidas réplicas.

En realidad, pensó, él también estaba muy satisfecho con lo que había conseguido con esas invitaciones.

¿Quién iba a decirle que algo que había organizado Amanda traería tan buenas noticias?

Tras casi nueve meses de aislamiento voluntario había logrado que Geoffrey Stanfford, su mejor amigo, aceptara salir de su confinamiento... para ir a un encuentro en sociedad, aunque fuera a uno tan nimio como aquel, al que solo irían conocidos.

Marcus suspiró, apenado, al recordar el calvario que su amigo había tenido que soportar a lo largo de aquellos últimos meses.

El barón de Colchester había perdido a sus padres y a su mujer en un breve espacio de tiempo y aún no se había recuperado. Primero habían caído sus progenitores debido al peso de la edad y, apenas unos meses después, lo había hecho Judith.

El golpe emocional que había recibido Geoffrey había sido brutal: de la noche a la mañana se había visto solo, sin nadie a quien recurrir y sin la mujer que había sido toda su vida.

Todo lo que mantenía a un hombre cuerdo se había esfumado de su vida, como el humo de un cigarrillo al apagarse. Solo había quedado en él el residuo del dolor, la profunda amargura de la soledad, la intensa desolación de la desesperación.

Marcus sacudió la cabeza con tristeza al recordar como su mejor amigo se había encerrado en sí mismo tras asimilar que Judith no volvería.

Él mismo había estado presente en ese horrible momento y sentía, como él, la impotencia que dejaba la muerte a su paso.

Pero para Geoffrey había sido mucho peor, pues no conseguía sacársela de la cabeza. Tanto fue así que olvidó que el mundo existía, que había luz, que había sonrisas.

Lo olvidó todo, porque no podía permitirse el lujo de recordar que, más allá de Judith, todavía existía una realidad que vivir.

Pronto todos se dieron cuenta de que no había fuerza en la tierra que consolara al barón: ni sus amigos, ni el odio de sus enemigos, ni siquiera su instinto de supervivencia. Sus ganas de vivir se habían ido ahogando en alcohol, botella a botella, hasta que se había convertido en parte primordial de su vida.

Otra ráfaga de aire frío entró por el ventanal e hizo que Marcus se estremeciera y que volviera a la realidad.

Gruñó al ver que toda su piel se erizaba, por lo que bajó las mangas de su camisa hasta cubrirse los antebrazos, aunque no se apartó de la ventana ni de su gélida corriente.

¿Qué podía hacer para recuperar a Geoffrey? ¿Existía en verdad algo que él pudiera hacer?

En ese momento, cuando la última palabra de sus pensamientos se esfumó, sintió que la puerta del estudio se abría. Movido por la costumbre se giró y contempló a Amanda, que vestida con su bata de seda, entró, sin apenas hacer ruido.

Conquistando lo imposible (Saga Imposibles I) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora