Capítulo IV, parte III

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La comida transcurrió con una desacostumbrada tranquilidad. La sombra que les ofrecía la carpa, sumada al refrescante refugio de los árboles agradó a todo el mundo, incluso, en última instancia, a Amanda.

Sin embargo, conforme la tarde iba pasando las mujeres empezaron a incomodarse y a echar largas y anhelantes miradas a la mansión. Como era de esperar, Amanda se dio cuenta al momento así que, con la sutileza y elegancia que la caracterizaban, propuso tomar el té en el salón. La propuesta tuve una calurosa acogida, así que todos pusieron rumbo a la enorme casa de campo.

Rose aprovechó ese momento para admirar lo que anteriormente no había podido: las paredes altas del interior de la casa, grandes y luminosas ventanas, variopintos cuadros y alfombras de aspecto caro que destacaban por su pulcra limpieza.

Tras unos segundos de fascinada contemplación, Rose siguió a su padre hasta el salón y, aunque él trataba de continuar con la discusión iniciada anteriormente, sus continuos y permanentes silencios terminaron por enmudecerle a él también. Cuando, finalmente, Vandor siseó algo incomprensible y la dejó por imposible, ella sonrió satisfecha y se unió a las mujeres en su salita correspondiente.

Tal y como ella había esperado, la conversación de las mujeres giró en torno a vestidos, al clima actual y a sus respectivos maridos. Después de dos tazas de té cambiaron de tema y abordaron el espinoso tema del embarazo. Rose procuró que su aburrimiento no la hiciera destacar ya que no tenía absolutamente nada que decir sobre el tema. Quería hijos, por supuesto, pero no tenía claro ni cuándo, ni con quién. Así que, llegado el momento, prefirió cerrar la boca y esperar a que tocaran otro tema que le resultara más enriquecedor. Afortunadamente para ella, al final de la tarde y con su quinta tacita de té con limón, las mujeres tantearon el tema de la literatura. Por primera vez desde que llegó a casa de los Meister, Rose esbozó una amplia sonrisa y se dejó llevar. Hablaron de Keats, del sentimiento y esplendor de su obra, y terminaron debatiendo sobre si las mujeres deberían o no escribir un libro. Llegado a este punto, defendió a capa y espada sus ideales, aunque eso supuso que perdiera un poco la compostura.

Si había algo que Rose quería por encima de todas las cosas era, precisamente, eso: escribir un libro. Una novela en el que contaría sus viajes, sus anécdotas y pensamientos, sus inquietudes y oscuros fantasmas. Un libro que ayudaría a encontrar la libertad a mujeres que, como ella, se ahogaban.

Sin embargo, el debate no duró demasiado.

Amanda intervino a tiempo y se encargó de llevar la conversación a buen puerto. Cuando el reloj de pared resonó anunciando las siete, el grupo de mujeres abandonó la habitación y se trasladó al salón grande para tomar la cena.

Afortunadamente, aquel momento sirvió de descanso a Rose que, una vez fuera, puso los ojos en blanco y agradeció en silencio que la hora del té hubiera terminado. Y decidió, en su fuero interno, que no volvería a pasar por semejante tortura en mucho tiempo. Lo único que había sacado en claro es que en aquellos momentos de intimidad femenina no se hablaba de temas crudos y peligrosos, como una podría esperar, sino que se limitaban a seguir siendo mujeres de papel, tan frágiles como cuando estaban al lado de sus maridos, lo que, en su opinión, era una auténtica pérdida de tiempo. Solo aquel diminuto instante en el que la conversación se había desviado hacia las letras había valido la pena, aún cuando ella tuvo que contener el énfasis de sus ideales.

¿Por qué no podía haber sido así todo?

Suspiró, llevada por el aburrimiento y el cansancio. Aun así, continuó andando hacia el salón, tras su anfitriona y las demás damas que, ahora, charlaban animadamente sobre el baile que tendría lugar justo después.

Conquistando lo imposible (Saga Imposibles I) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora