Capítulo III, parte III

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El día amaneció extrañamente caluroso y sin rastro de la niebla matutina que solía cubrir Londres. Era extrañamente reconfortante ver el sol sobre las suaves y mullidas nubes, porque aunque todos sabían que estaba allí, no era algo a lo que estuvieran acostumbrados.

Dorothy, que llevaba despierta desde primera hora de la mañana, se apresuró a despertar al servicio de la casa en cuanto vio que las manecillas del reloj acariciaban las siete. Pese a lo temprano de la hora, todos acudieron a su llamada ya que tenían que finiquitar los preparativos para el viaje que llevaría a sus señores a la finca de los duques.

Apenas media hora después de terminar el último detalle, el señor Drescher y su hija bajaron por la escalera. El primero, con una levita oscura y un sombrero de copa nuevo, que le daba un aire de aristócrata distinguido y, tras él, Rose, que lucía su vestido azul y blanco, con elegancia y sencillez.

En su sonrisa, emocionada y asustada a partes iguales, llevaba el orgullo de haber sido invitada y el miedo a no cumplir las expectativas que todos tenían de ella. Aun así, fue lo suficientemente consciente de la realidad cuando ambos salieron, ya que se ruborizó intensamente cuando uno de sus criados vertió sobre ella la dulzura de los elogios.

¿Pensarían igual sus anfitriones? pensó, con un nudo en el estómago fruto del nerviosismo que apenas le había dejado dormir. ¿Se darían cuenta de que estaba allí?

Aún tenían una larga hora por delante antes de llegar a casa de los duques. Su residencia de campo estaba a una hora de donde estaban, perdido entre los anchos campos de la campiña londinense.

Incapaz de parar quieta, Rose se preguntó qué tendría de especial aquel lugar para que abandonaran la ciudad en aras de un lugar que, aparentemente, parecía lejano y solitario.

Incluso a ella, que había vivido gran parte de su vida en el campo, le parecía extraño que dos personas con su nivel de vida vivieran allí por propia voluntad.

Como siempre, el viaje transcurrió sin incidentes, sin más problemas que el centro de la ciudad que, congestionado por los carros y los viandantes, apenas permitían el paso. Sin embargo, gracias a la habilidad del cochero, pronto salieron de la ciudad y desembocaron en el verde, el inmenso y dulce verde de la campiña que brillaba bajo el inesperado sol.

Sin embargo, aquella deliciosa vista que tanto aplacaba a algunos, no fue suficiente para tranquilizar a Rose que, frustrada, tomó aire y cerró con brusquedad la cortina del carruaje.

Que no estaba de buen humor era algo evidente. Por mucho que se hubiera esforzado en fingir sonrisas y caídas de pestañas complacidas, lo cierto era que mentía.

¡Claro que mentía!

Odiaba madrugar, odiaba las fiestas y odiaba todo lo que tuviera que ver con los aristócratas.

¿Cómo no se había dado cuenta antes de en dónde se metía? ¿Por qué había aceptado acudir a un lugar donde ni siquiera se podía abrir la boca?

Al menos, no si querías evitar que un sinfín de ojos te taladraran.

Además, para más inri, el vestido que había escogido, aunque era el más adecuado que tenía, le quedaba ligeramente estrecho, lo que hacía que respirar fuera un continuo esfuerzo.

¿Por qué? se preguntó ¿por qué había aceptado semejante locura?

Su mente se agitó en respuesta y aunque ella no quería saber nada de todo aquello, vislumbró entre las nieblas de su pensamiento, a Marcus.

Conquistando lo imposible (Saga Imposibles I) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora