Capítulo VI, parte III

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Marcus gruñó cuando sintió la luz del sol impactar sobre sus ojos, cálida y desagradablemente brillante. Apenas había dormido esa noche y ahora que estaba cogiendo el sueño... amanecía.

No era justo, pensó y se giró buscando una posición cómoda para volver a dormirse, aunque sabía que no tendría suerte. Las pesadillas le habían tenido toda la noche al piano, donde siempre espantaba a sus fantasmas. Esa noche no había sido diferente a otras, pero no podía evitar el cansancio que, poco a poco, se acumulaba en él.

Pero ¿cómo iba a olvidar los horrores de la guerra? ¿Cómo dejar atrás horas de miedo, de dolor y desespero?

Volvió a cerrar los ojos, pero no consiguió ni apartar las imágenes llenas de sangre que se escondían tras los párpados, ni volver a dormirse. Pero eso era algo que ya suponía, porque, una vez despierto, le era prácticamente imposible conciliar el sueño. Era todo lo contrario a Amanda, pensó, mientras se giraba hacia donde descansaba. Ella dormía plácidamente, sin ser consciente de las idas y venidas de Marcus, o tan siquiera de los temblores que le sacudían al despertar.

Marcus bostezó, se estiró como un gato y terminó por levantarse. Decidió que no merecía la pena despertar a Amanda tan temprano, ni siquiera para un revolcón rápido que amenizara su mañana. Después, tras cepillarse el pelo con los dedos, cogió una bata de seda de su silla y se la puso por encima, con languidez.

Aquel era uno de sus caprichos más extravagantes, aunque dentro de la propia aristocracia estaba muy extendido. Quizá, por eso, era algo tan extraño de ver en él, ya que no solía compartir nada con sus congéneres.

Sin embargo, sí admitía que le gustaba el tacto de la seda sobre su cuerpo, especialmente antes de irse a dormir. Era una tontería y lo sabía, pero siempre había considerado que, para ser un buen hombre, tenía que tener una gran inteligencia y un pequeño cúmulo de tonterías a sus espaldas.

Sonrió brevemente, se abrochó con ligereza el cinturón y se peinó el pelo con uno de los cepillos de nácar de Amanda. Nunca había sido una persona muy dada a los lujos, aunque todos pensaran lo contrario al ver su alta y prestigiosa condición. Lo común en su situación económica era gastar el dinero a mansalva, sin preocuparse en lo que podría pasar en un futuro.

Pero él no era así.

Si tenía que gastar el dinero para complacer a su mujer... lo hacía, pero siempre con cabeza. Incluso a veces él mismo se daba algún capricho, aunque no era de esos hombres que vivía por y para ello. Si bien era cierto que no era un as de las finanzas, sí poseía un alto sentido de la prudencia y de la cautela. Eso era, quizá, lo que tanto molestaba a su padre: que era capaz de triunfar allí donde él había tirado la toalla.

El recuerdo de su padre estalló en su cabeza con fuerza, llenándola de un malestar tenso y desagradable. Sin embargo, no se dejó vencer por el desánimo que siempre le producía pensar en él, así que sacudió la cabeza y alejó al hombre de sus pensamientos. Era demasiado pronto para ponerse de mal humor, pensó, mientras salía de la habitación, así que decidió ir a desayunar y empezar el día con buen pie. Eso siempre le animaba.

Como cada mañana a esa hora, el desayuno humeaba en la mesa: tostadas, mermeladas, frutas frescas y té caliente y dulce. Al verlo, Marcus sintió el conocido retortijón del hambre y sonrió para sí mientras se sentaba a la mesa. Sin embargo, nada más coger la primera tostada, fue interrumpido por un golpe sordo en la puerta principal.

Marcus frunció el ceño y buscó con la mirada a Edward, ya que nunca solía desaparecer de su lado, especialmente a aquellas horas de la mañana.

Conquistando lo imposible (Saga Imposibles I) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora