Rose sintió como el ruido y las conversaciones desaparecían con cada paso que daba. Los murmullos, las risas, el tintineo de los platos de porcelana... todo se esfumó como un mal sueño acariciado por los rayos de la mañana.
Tomó aire, se detuvo y, tras escuchar durante un largo minuto el susurro de las hojas al ser movidas, dio gracias al cielo por ser capaz de escucharse pensar.
Nunca pensó que algo tan sencillo como eso se convertiría en algo extraordinario en un lugar como el que acababa de abandonar. Aunque estaba acostumbrada al rudo sonido de la ciudad inglesa, nunca había experimentado semejante alboroto ni había sentido una decepción similar.
Sacudió la cabeza, malhumorada y dejó que, por primera vez desde que entrara allí, su mente se relajara y disfrutara.
Curiosamente el primer pensamiento racional que le vino a la cabeza no fue un reducto de tranquilidad y sosiego sino un sonoro taco, seguido de una retahíla de maldiciones e injurias dirigidas a su padre.
¿Desde cuándo era tan hipócrita?
La pregunta resonó en su cabeza con fuerza, pero no hubo respuesta, ni siquiera un atisbo de ella.
Frustrada, resopló y echó a andar de nuevo al sentir sobre ella el asfixiante calor del sol.
Lo cierto es que no entendía nada de nada. Primero, su padre le hacía creer que estaba orgulloso de ella, dándole ánimos y dulces toques de confianza y, dos minutos después, la despreciaba y vilipendiaba por sus comentarios ingeniosos.
Maldita fuera su suerte, había hecho reír al duque, no llorar. No podía ser ni tan grave, ni tan aterrador como él quería que creyera. A fin de cuentas, todo ser humano se movía por el impulso que les llevaba a sonreír, a la satisfacción y en líneas generales, al dulce placer que otorgaba un poco de felicidad.
Una suave ráfaga de aire la hizo detenerse y llenar los pulmones con su brío. Cuando la dirección de ésta cambió ella hizo lo propio y no tardó en percatarse de que ya no veía la blanca carpa de la fiesta sino solo el verdor de los árboles y de los prados que se escurrían entre ellos.
La joven sonrió con melancolía, con esa que vagaba por su cuerpo y que, a veces, le susurraba que había cosas que nunca tendría de nuevo. Por ejemplo, aquel verdor infinito que caracterizaba a su amada Holanda. Recordó, con un suspiro lleno de años felices, la caricia del barro sobre sus pies, las risas que resonaban en un espacio tan inmenso que se perdían al cabo de unos segundos. En aquel momento, solo en ese preciso instante, no pudo evitar comparar lo diferentes que eran ambas situaciones: una de ellas, pobre, pero llena de recuerdos repletos de felicidad y, al otro lado, otra... mucho más elegante y cuidada , pero cargada de mentiras y de la amargura de no poder digerirlas.
El dolor impactó en ella con una fuerza arrolladora, como si el golpe hubiera estado mucho tiempo conformándose y hubiera elegido ese momento para estallar.
Rose parpadeó furiosamente para ahuyentar las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos. Una de ellas cayó sobre el camino y el resto, se contuvieron a duras penas tras los párpados.
Maldita sea, pensó, desolada. Cada vez se parecía más a las mujeres de la aristocracia, a esas muñecas de tibia porcelana que no hacían más que molestar, porque no habían aprendido a hacer otra cosa a lo largo de sus vidas.
Ella no quería ser así, aunque eso supusiera tener que renunciar a tantas cosas que esa vida le ofrecía. Con el tiempo aprendería a conformarse con la suerte que la visitara y eso era algo que tenía que asumir cuanto antes, para no desperdiciar su vida como habían hecho tantos antes que ella.
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Conquistando lo imposible (Saga Imposibles I) COMPLETA
Исторические романыCuando Rosalyn Drescher salió esa mañana de su casa, aprovechando la ausencia de su padre, no esperaba chocar de bruces contra uno de los hombres más atractivos y adinerados de Londres. Y mucho menos acabar siendo invitada a una fiesta de la alta so...