Capítulo VI, parte II

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La noche pasó con lentitud, como si no tuviera prisa por abandonar el cielo o como si, en el fondo, obedeciera a la súplica de una joven que no deseaba que llegara el día.

A Rose le había costado conciliar el sueño, pues el nerviosismo y los sombríos pensamientos que reverberaban en ella desde el día anterior hacían que fuera imposible apenas cerrar los ojos. Lo único que veía al hacerlo eran sombras, crudas sombras que amenazaban con extinguir sus esperanzas.

Su padre se marchaba.

Ella se quedaba.

Todo cambiaba inexorablemente, sin que pudiera hacer nada para robar un segundo más al tiempo.

Sin embargo, cuando el sol apareció tras la ventana, horas después, el miedo claudicó y desapareció, como si nunca hubiera anidado en ella. Como si todo se hubiera limitado a convertirse en pesadilla... y no en una realidad, que era lo más temía.

Rose despertó cuando el sol llegó a la altura de su cama, allí donde el suave reflejo de sus rayos rozaban su pelo. Y aunque no quería sonreír, lo hizo, porque era mucho más fuerte que las lágrimas que había derramado horas antes.

Además, pensó, aquel sol marcaría la diferencia entre su antigua vida y aquella que estaba a punto de empezar, por lo que no podía dar el primer paso sumida en la negrura de la desolación. Lo único que la consolaba era el hecho de que todo aquello sería temporal, un mero trámite en la vida: su padre se marcharía, trabajaría y volvería en unos meses.

Todo iría bien.

Se levantó con energía, más que dispuesta a afrontar todos los problemas que vinieran y a salir ilesa de ellos. A fin de cuentas, eso era lo que su padre le había enseñado durante el paso de los años y aquel era el momento ideal para ponerlo en práctica y hacer que él sintiera orgulloso.

La joven tomó aire y terminó de abrochar los numerosos botones del vestido de muselina azul, después se miró en el espejo y pellizcó sus mejillas para que cogieran algo de color. Por último, dejó escapar el aire que había contenido con un suspiro y bajó las escaleras para enfrentarse a lo que más temía: el adiós, la amarga despedida.

Cuando bajó, encontró a su padre sentado en el sillón de la salita, con la mirada perdida y un vaso medio vacío en la mano. Llevaba la misma ropa que el día anterior, pero estaba mucho más arrugada y apestaba a alcohol y humo. Todo parecía indicar que no se había movido en toda la noche.

Rose frunció el ceño y se mordió el labio inferior con fuerza, para no dejar escapar las lágrimas que ya le escocían en los ojos. Verle así, tan hundido y ahogado en la melancolía, despertaba el miedo en su corazón.

¿Cómo iba a ser fuerte si ni siquiera él lo era?

—¿Padre? —llamó, con suavidad.

Después se acercó hasta el sillón, acarició su hombro con ternura y le dedicó una media sonrisa llena de dulzura.

Vandor se incorporó con torpeza y buscó a su hija con la mirada. Tenía los ojos vidriosos y le costaba mucho enfocar la mirada, fruto, sin duda, de la larga vigilia y del alcohol que aún recorría su cuerpo.

Parpadeó, molesto, hasta que se despejó y después sonrió con aire culpable.

—Rose...—murmuró y le hizo un gesto para que se acercara más a él.

Ella compuso una sonrisa con toda la firmeza que pudo y se sentó en el brazo del sofá, junto a él. Le miró de reojo, preocupada al ver las profundas ojeras que ensombrecían sus ojos y el temblor que sacudía sus manos.

Conquistando lo imposible (Saga Imposibles I) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora