Capítulo I, parte I

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Londres, 1854

Era un día como otro cualquiera, frío, repleto de humedad y carente de la cálida luz del sol. Pero, ¿qué se podía esperar del tiempo londinense? Y sobre todo allí, tan cerca del Támesis y del agitado centro de la ciudad.

Rose suspiró con languidez y desvió la mirada de la labor de costura que tenía entre las manos: un bordado intrincado y laborioso que nunca terminaba de coger forma, pues no acertaba a dar más de tres puntadas antes de prestar atención a cualquier otra cosa.

Sin duda alguna prefería coser o, muy posiblemente, zurcir. En realidad, pensó, deseaba hacer cualquier otra cosa que fuera realmente útil y que no le frustrara tanto como lo que estaba haciendo.

¿Para qué demonios le iba a servir el saber bordar mariposas en los manteles?

Era mucho más práctico saber hacerlos, no dejarlos bonitos y decentes. En su opinión todo aquello no servía para nada salvo, quizá, para perder un tiempo que consideraba muy valioso.

Rose volvió a suspirar y dejó que su mirada, aburrida y aletargada, deambulara por las sombras que se dibujaban más allá de su ventana. Para su desgracia, su extenso tiempo transcurría siempre así, entre hilos, libros y conversaciones banales; y mientras, fuera, el mundo se extendía maravilloso y fascinante.

¿Sería la vida tan intensa como narraban los libros que su padre le traía? ¿Tan hermosa como la había visto en los viajes en los que le acompañaba?

Y, sin embargo..., después de tantos años de un lado para otro, dando tumbos y rodeos, y después de desear con verdadero ahínco un poco de estabilidad, Rose reconocía que echaba de menos viajar de manera más continuada.

Sí, era cierto que quizá aquella no fuera la vida con la que había soñado. De hecho se alejaba mucho de ella, pero con el transcurso del tiempo había aprendido a valorarla y a atesorar unos instantes que, ahora, solo pertenecían a la lejanía de los recuerdos.

Sí... añoraba aquellos días en los que podía salir a pasear vestida de cualquier manera, sin la necesidad de recogerse el pelo en complicados moños. Días en que llevar los labios manchados del rojo de las frambuesas no era sinónimo de dejadez. Anhelaba, además, recuperar esos momentos en los que su opinión era real y sólida, y no una mera fantasía que aplacaba a quienes la escuchaban, se equivocara o no.

Definitivamente, echaba de menos la vida que había llevado y esa libertad dulce y fresca que la caracterizaba.

—Rose, cariño ¿estás bien?

El grave tono de la voz de un hombre hizo que diera un respingo, sobresaltada. Sus manos se crisparon un momento y después dejaron caer la labor, que se arrugó irremediablemente.

—Eh... sí, claro. —Sacudió la cabeza para salir de su repentino aturdimiento y se giró hacia él con una media sonrisa dibujada en los labios—. Discúlpeme, padre, estaba más distraída que de costumbre —contestó con amabilidad, mientras se agachaba para recoger el paño.

En cuanto lo hizo y lo tuvo nuevamente en sus manos, frunció el ceño: bastó una mirada para comprobar que tendría que empezar desde el principio. Ahogó un suspiro frustrado, se dejó caer en la silla que había junto a la ventana y acomodó el trozo de tela en su regazo. Decidió, casi al momento, que no merecía la pena retomarlo.

—Ya veo, ya —concedió él, mientras cerraba la puerta que acababa de abrir.

Como de costumbre, llegó al escritorio, se sentó tras él y contempló distraídamente los libros que, poco a poco, se amontonaban en su superficie. Unos segundos más tarde volvió a mirar a la joven, esta vez con la curiosidad impregnada en sus ojos azules. Su hija acostumbraba a abstraerse cada día, era cierto, pero no recordaba haberla visto tan sumida en sí misma. Llevaba cerca de diez minutos en la habitación, mirándola, y ella no se había percatado de su presencia. Al menos no hasta que había decidido romper el intenso silencio que les rodeaba.

Conquistando lo imposible (Saga Imposibles I) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora