Capítulo XIII, parte II

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Amanda se marchó esa misma mañana, poco antes del mediodía. En esta ocasión no se hicieron tantos planes como en la vez anterior y ni siquiera las despedidas fueron parecidas. No hubo besos cariñosos en la puerta de casa, ni preocupación por lo que pudiera pasar en el camino. No hubo nada, salvo buenos deseos y tenues miradas cómplices, como si Marcus y ella fueron solo amigos que no se iban a ver en un tiempo.

Rose sin embargo, se sintió embriagada por la repentina novedad.

¿Acaso aquello era una señal divina que aprobaba sus planes? Sabía que las fiestas de Amanda duraban varios días, así que estaba dispuesta a aprovechar cada minuto de libertad que le otorgaran.

De hecho, pensó, con una sonrisa satisfecha, ya había empezado a hacerlo. Dado que la noche anterior los nervios no la habían permitido dormir, había invertido las horas que faltaban para el desayuno en arreglar uno de sus vestidos. En poco tiempo había conseguido que un vestido sencillo y anodino se convirtiera en una sutil provocación. No había olvidado ninguna de las lecciones de Marquise así que también se había arreglado el pelo.

Si bien era cierto que estaba acostumbrada a llevar peinados aburridos, no le costó innovar frente al espejo de latón de su habitación. Ahora, su rostro estaba enmarcado por la dulzura de los rizos y no por la tirantez de un anodino moño.

La primera reacción no tardó en llegar: Dorothy, acostumbrada a despertar a Rose, tuvo que parpadear un par de veces para comprobar que era ella y no otra quien estaba en la habitación. Tras la sorpresa inicial, llegó la ira y después, cuando fue consciente de que Rose no se iba a cambiar, una profunda resignación.

Marcus tampoco dio crédito a lo que veían sus ojos. Aquel primer encuentro, en el salón de su casa, fue una revelación, una visión seductora y carnal que enardeció sus ya caldeados ánimos. Si ya le resultó difícil prestar atención a las palabras que surgían de sus labios, pronto descubrió que no había paz en ningún momento de su día a día: estuviera Rose presente o no, siempre era consciente de su sutil presencia, de su leve aroma. De la ternura de su piel descubierta. Del deseo que provocaba en él.

Y aunque creía que soportaría sus delicados asaltos, un día se descubrió encerrado en su estudio, temblando como un niño asustado que no se atrevía a alargar la mano para coger lo que ansiaba.

Rose era muy consciente de lo que estaba haciendo: sabía que sus avances eran peligrosos y, aunque parecían no ser mal recibidos, no podía estar segura de las cosas continuaran así. Por eso, decidió continuar arriesgándose, porque día a día necesitaba un poco más, un paso más para llegar a él. Marquise era quien le proporcionaba los ánimos que necesitaba. A pesar de que Geoffrey había insistido hasta la saciedad para dejar de verla, se vio arrastrado por la convicción de la joven, por su frescura y buenos ánimos. Por eso, cada vez que escuchaban a Marcus cerrar la puerta de su habitación, a altas horas de la noche, ambos se reunían en el jardín trasero y partían hacia los muelles londinenses.

Noche tras noche, abrigados por la oscuridad y la niebla, Rose y Geoffrey fueron introducidos en el arte de la seducción más visceral. Lo cierto era que Marquise había disfrutado mucho de la primera velada así que no tuvo reparos en seguir atendiéndoles. Por eso cuando ambos aparecieron la noche siguiente, les enseñó casi todo lo que sabía: los besos y las caricias más prohibidas, los movimientos más seductores. Las palabras más perversas.

Incluso les mostró cosas que ni las mujeres casadas conocían.

Pero no todo era sexo y depravación. Entre las sesiones de placer, había vino y conversaciones, palabras y risas que se compartían con abandono y ligereza.

Conquistando lo imposible (Saga Imposibles I) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora