Capítulo IV, parte I

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La mañana pasó rápidamente gracias a las distracciones que los duques habían organizado: por un lado, música y danza, por otro, paseos a caballo para los varones y en carruaje para las damas.

En definitiva, cientos de diversos detalles que hacían las delicias de todos y que mantenían en sus rostros una sonrisa de satisfacción. Como siempre, cualquier evento social que Amanda organizaba resultaba ser un éxito. Daba igual cómo lo hiciera o a quién invitara, el resultado siempre era el mismo.

No era de extrañar que toda la aristocracia y la alta burguesía soñara con encandilar a la duquesa a cambio de una de sus excepcionales invitaciones.

Marcus contempló desde la puerta a los diferentes grupos que salían de su casa y que se dirigían a la acogedora sombra de los robles que había un poco más allá del camino. Allí, bajo sus enormes ramas, se había dispuesto una enorme mesa de madera rodeada de elegantes sillas, tal y como había estado horas antes en el comedor. Ésa había sido una de sus ideas y aunque sabía que molestaba a Amanda, había permanecido firme en su decisión.

A fin de cuentas, pensó una comida al aire libre no podía ser tan mala, dijera ella lo que dijera.

Como si su solo pensamiento la hubiera invocado, sintió que su mujer se acercaba por detrás, hasta que ambos estuvieron a la misma altura. No la miró, porque no le hacía falta hacerlo para notar la ira que la estremecía.

—Menuda idea, Marcus —bufó, en tono que no dejaba lugar a dudas de lo que pasaba por su cabeza.

Sin embargo, sonrió amablemente a una baronesa que pasó junto a ellos. En cuanto ésta se giró, Amanda mudó el gesto e hizo una mueca de desagrado que pasó desapercibida para, prácticamente, todo el mundo.

—¿Tienes idea de cuánto ha costado este vestido para que se termine ensuciando en el jardín? ¡Tenemos un salón perfectamente amueblado para comer, por Dios! No somos animales para tener que reunirnos en un pasto.

Marcus apretó los dientes con fuerza y se obligó a contar hasta diez antes de contestar. Aun así, su tono sonó mucho más grave de lo que pretendía, pero era incapaz de suavizar más su contestación.

¿Por qué siempre tenía que pensar en nimiedades que le sacaban de quicio? ¿Acaso no podía ver que la gente disfrutaba?

—Te compraré otro.

—¡No quiero que me compres otro! —le espetó, furiosa—. Lo que quiero es que pienses con la cabeza y te comportes como un hombre y no como... ¡como un campesino estúpido de esos que se pierden en las ferias!

—¿Insinúas acaso que los campesinos no son hombres? —Marcus enarcó una ceja y la miró con curiosidad—. ¿Son perros? ¿Caballos?

Amanda gruñó una respuesta que no terminaba de sonar bien y, tras resoplar sonoramente, se dio la vuelta y se alejó, muy indignada. Le había costado mucho esfuerzo planear aquel encuentro y muchas horas perdidas durante las noches para que aquel evento saliera bien.

¿Con qué derecho entonces se inmiscuía su marido? ¿No tenía suficiente con avergonzarla con su extravagancia?

Se detuvo al cabo de un momento, con los ojos llenos de unas lágrimas que llevaba mucho tiempo conteniendo. Si bien era cierto que quería a su marido, el sentimiento que les unía ya no tenía la intensidad de cuando eran jóvenes. Ni siquiera se parecía a lo que habían tenido una vez.

Recordó, con nostalgia, que hubo un tiempo en el que nada de lo que él hiciera la importaba, porque todo lo que venía de él le parecía maravilloso y cautivador. Después, para su desgracia, todo eso desapareció y fue sustituido por la frialdad de la cortesía propia de los que eran como ellos: los rumores, las largas miradas cuando iban por la calle, las risas ocultas tras los abanicos. Todo ello horadó en su alma y en la estricta educación que había recibido de unos padres que solo pensaban en el qué dirán.

Conquistando lo imposible (Saga Imposibles I) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora