Capítulo VIII, parte III

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El mismo sol que bañó a Marcus esa mañana se asomó también por las cortinas entrecerradas de la habitación de Rose. Su luz apagada y fría inundó la estancia, hasta apartar todas las sombras de la noche.

Rose suspiró, se giró y se hizo un ovillo bajo las sábanas. Se resistió a despertar inmediamente, pero al cabo de unos minutos el nerviosismo hizo acto de presencia y la obligó a abrir los ojos. Incluso sabiendo que había tomado una decisión y que esta era, para ella, la más correcta, no se sentía preparada para salir a la realidad. La sola idea de tener que ver a Marcus escocía al igual que la de enfrentarse a él en una conversación.

Suspiró profundamente, inquieta, y se aferró un poco más a las sábanas que la cubrían. Allí, escondida en su habitación, se sentía segura. No solo de su presencia y de sus palabras, sino también de los sentimientos que les herían a ambos. Aquella era ahora su burbuja, su delicado e inexpugnable escudo.

Pero también sabía que no podía quedarse allí eternamente. Tarde o temprano tendría que salir y enfrentarse la realidad. En algún momento no muy lejano tendría que mentirle y decirle que estaba de acuerdo con él en que el beso había sido un error. No lo creía así, ciertamente, pero había cosas que no podía decir en voz alta, ni siquiera en la soledad de su habitación. Y si confesaba que había deseado besarle sería como admitir que sentía algo mucho más intenso por él.

¿Qué pensaría Marcus si se enteraba de algo tan íntimo como eso?

Rose se estremeció con violencia y contuvo sus ganas de llorar. Probablemente la despreciaría y, aunque no la echaría de su casa, nada sería ni remotamente parecido a los días anteriores. Por eso, precisamente, tenía que dejar las cosas claras. Aunque pensara de verdad que el beso había tenido más significado de lo que creía, tenía que asegurarse de que él comprendía lo contrario. Solo así, reflexionó, conseguiría que las cosas no se trastocaran tanto como amenazaban con hacer. Y quizá, solo quizá, si tenía paciencia y las cosas tomaban el rumbo adecuado conseguiría averiguar qué pensaba realmente Marcus de lo que había ocurrido.

Mucho más tranquila, se levantó, se miró en el espejó y contempló sus apagadas ojeras y sus labios hinchados. Incluso a la luz de un amanecer frío era evidente que había pasado gran parte de la noche llorando. Y, sin embargo, había algo diferente en el brillo de sus ojos. La tristeza ya no parecía ser tan intensa, ni tan horrible. Ahora había algo más, algo en el fondo de su mirada.

Algo limpio y dulce.

Intenso.

Como un amor incipiente.

o

Marcus salió de la sala de música cuando despuntó el amanecer. Lo hizo de mala gana, cabizbajo y de mal humor. Le dolía la cabeza hasta el punto de que, incluso cerrar los ojos suponía un latigazo de dolor.

La puerta se cerró tras él con un crujido. Se detuvo, tomó aire y se apartó el pelo de la cara mientras dejaba que el silencio se asentara a su alrededor. Escuchó a los criados moverse, al aire rugir fuera. Escuchó sus propios pensamientos, agotados y difusos.

La idea de un nuevo día no le atraía demasiado, porque lo veía negro y denso, pero no le quedaba más remedio que dar la cara y seguir adelante. Aun así, se reservó para sí mismo su compañía, por lo que abandonó el pasillo en dirección a su estudio. Cuando llegó y apartó las cortinas para tener algo de luz, vio varias cartas pulcramente amontonadas sobre el escritorio.

Por lo visto, Edward ya había ordenado el correo. Sonrió levemente y las cogió, con un hondo suspiro. Entre las cartas que leyó, encontró una que venía del director del banco. Extrañado, rompió el sello de cera que la cerraba y leyó las escasas líneas con rapidez.

Conquistando lo imposible (Saga Imposibles I) COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora