3. Salmeé

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 —Hilda, ¿qué hiciste? —siseo al arrastrarla a la cocina

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 —Hilda, ¿qué hiciste? —siseo al arrastrarla a la cocina.

—Necesito personal. —Se encoge de hombros—. Así que lo contraté.

—No sabes nada sobre él.

No sé si le estoy advirtiendo o recordando.

—Le invité un café, ahora va a contarme su historia. Luces algo tensa, ¿por qué no te tomas un té de tilo o te compras un consolador, mi vida? —ofrece con dulzura.

Quiero decirle que es increíble en el peor de los sentidos, pero paso del comentario.

—No puedes contratarlo sin antes saber su historia. Si lo rechacé fue por un motivo.

—¿Qué motivo, Mary? —presiona, y al oír mi silencio sonríe con suficiencia—. ¿Lo ves? Seguro que solo te pusiste nerviosa ante la idea de verlo todos los días. A mí ya me está subiendo la glucosa en sangre al pensar en ese bombón.

—¿Qué? No, esto no tiene nada que ver con la glucosa. —Tomo sus hombros—. Por favor, Hilda, no lo contrates. Tengo una mala corazonada sobre él.

«No es un corazonada, es una certeza. ¿Por qué no le cuentas? Anímate a compartir tus pesadillas sobre ese par de ojos negros. Podrías decirle lo que le hizo a Iván. Me pregunto cuánto tiempo tardaría la policía en llegar... ¿Menos de lo que tardaste en sanar? Pues no sanaste, así que sí». El desdén de Mary está a flor de piel.

—Debes permitir que entren nuevas personas a tu vida de vez en cuando, Pecas. —No puedo evitar aflojar mi agarre cuando me llama así—. Y apreciar las nuevas colinas que se forman en el horizonte —susurra extendiendo una mano hacia el techo, como si fuera un paisaje de postal.

—Te refieres a su trasero.

La magia del momento se hace añicos.

—Sí, la verdad es que su trasero es adorable. —Se pellizca las mejillas, emocionada—. Ahora déjate de protestar y ponte a trabajar. Contrataré a quien se me de la gana.

Antes de salir, se vuelve con el ceño fruncido y un destello de incertidumbre en la mirada.

—¿Por qué le dijiste que te llamabas Salmeé? Creí que odiabas el nombre que quiso ponerte tu madre.

—Lo hago.

—¿Entonces?

—Yo... No lo sé. —«Claro que lo sabes, solo tienes miedo de que él te recuerde, idiota asustadiza e infeliz», interfiere la voz del pasado—. Pero no se lo digas, Hilda.

Le cuesta controlar su lengua y muchas veces mete la pata. En cualquier caso, podría robarle la dentadura para mantenerla callada.

—Si tú te vas a cambiar de nombre, yo también. —Lo piensa por un momento y chasquea los dedos al encontrarlo—. Seré Vaca.

—Ese no es un nombre, es un animal.

—Un animal que pasea entre las colinas.

—Eres absurda, insistente y lasciva. Más de lo que la mayoría de las mujeres de tu edad lo son.

—No todas pueden ser tan fabulosas como yo.

Me apoyo contra la mesada y entierro el rostro entre las manos. No quiero salir y verlo, tampoco recordarlo ni comparar cómo lucía hace un par de añosa cómo luce ahora, pero mi mente me traiciona: ya no es delgado como el papel para salir volando. No hay rastro de cortes en sus labios ni cejas, tampoco hematomas en sus pómulos. Se ha dejado la barba e incluso su vestimenta ha cambiado, como su forma de hablar y manera de andar. Ya no camina como si fuera el dueño de la tierra donde pisa.

Parece diferente, tal vez lo sea.

«¿Pero lo es?», cuestiona Mary.

Lo que callo para no herirteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora