—Creo que es hora de sacar la basura —dice Hilda con los brazos en jarra.
—¿No se saca por al noche?
—No me refiero a nuestra basura, sino a esa.
Dejo de apilar galletas y sigo sus ojos hasta la última cabina, contra la vidriera. Hay un tipo de mi edad ahí, vestido de traje y mirando su costoso reloj de plata cada quince segundos. Parece aburrido y sin apetito. Nada de lo que ordenó ha sido tocado. Es más, aleja el plato de las sablé con mousse de chocolate —orgásmicas para el paladar—, con desagrado.—¿Quién es?
—Un ricachón que piensa que mi cocina es un hotel cinco estrellas para cucarachas, eso es. —Chasquea la lengua para enfatizar cuánto lo detesta—. Solo viene aquí para ver a Salmeé. Es una ciudad pequeña, y cuando estuviste con la mayoría de las chicas y encuentras una que se niega a darte su número, supongo que representa un desafío. —Habla como una madre molesta y me pregunto qué tan cercana es a su empleada a pesar de lo reservada que es esta—. No puede comprar a Pecas con su convertible o con su billetera, así que se entretiene intentándolo con sus encantos.
—Si es que tiene alguno.
Hilda se ríe y toma el trapo que descansa en su hombro para darme un golpe en el trasero con él.
Es un dinosaurio atrevido.
—Anda, cóbrale antes de que Salmeé lo haga. Frustremos un poco su día.
—¿Aumentarás mi sueldo si soy tu cómplice?
—No, pero te aumentaré la temperatura con un sensual baile cuando cerremos a las ocho —ronronea.
Me rodea y me pasa el trapo por el cuello en un intento de seducción.—Si tuvieras cincuenta años menos, lo pensaría.
Aprieto la mandíbula y me llevo la mano a la nuca al sentir la picazón cuando me golpea con la tela húmeda.
—Nada de baile para ti ahora. —Frunce el ceño, ofendida.Dejo que Hilda siga acomodando la pirámide de galletas y voy con el Señor Billetes.
—¿Le traigo la cuenta? —Entrelazo las manos a la espalda, respetuoso.
Ni siquiera me mira.—Mi mesera la traerá —dice con un ademán desdeñoso para que me aleje.
—La mesera está ocupada. —No me voy a referir a Salmeé como su mesera.
—La esperaré.
Mira su reflejo en el servilletero y pasa una mano por su cabello rubio. Es tan brillante que si fuera él, dejaría de pagar la factura de la luz. También parece gelatina por la cantidad de gel que se echó. Tengo el impulso se hundir un dedo en él solo para comprobar mi teoría.—Está ocupada —insisto—. Yo puedo...
—No me importa lo que puedas hacer, hombre. —Ríe más fastidiado que divertido—. No quiero que me atiendas y las órdenes del cliente deben ser respetadas, ¿eh? —No paso por desapercibido el tono jocoso y arrogante.
Estoy por contestarle cuando de pronto sonríe.—¿Hay algún problema aquí? —preguntan a mi espalda.
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Lo que callo para no herirte
Short Story¿Callo para no herirte o te cuento la verdad?