30. Elián

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 —¿De dónde eres? Salmeé levanta la mirada de la caja registradora

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 —¿De dónde eres?

Salmeé levanta la mirada de la caja registradora.

—¿A qué se debe la pregunta?

—No lo sé. —Echo el trapo con el que limpio el mostrador sobre mi hombro—. Creo que quiero saber un poco más sobre ti. En realidad, no lo creo, lo sé. Eres todo un misterio, Pecas.

Tal vez si la llamo por el apodo ceda un poco. Cierra la caja con una mano mientras con la otra se acomoda un mechón detrás de la oreja. Me gustaría ser el encargado de apartar esos mechones, pero teniendo en cuenta que una vez la toqué y salió literalmente corriendo, retengo mi impulso.

Me acercaré cuando ella quiera que lo haga, si es que quiere alguna vez, claro.

—De acuerdo... —Se apoya contra la barra y escanea el local sobre su hombro para asegurarse que ningún cliente requiere nuestra atención—. Mi padre es mecánico, tenía un pequeño taller a las afueras de una ciudad llamada Kordell. Un día, mi madre iba de camino a visitar a su amiga Berta a la ciudad cuando se le pinchó un neumático. Papá se convirtió en su héroe. Unos años más tarde, nací yo.

Acomodo mi trasero en una banqueta y estoy por tomar un cupcake cuando se aclara la garganta. Es su forma de decir que no debo comer la mercancía aunque Hilda insista en que probemos todo. Si fuera por el dinosaurio, en lugar de caminar, rodaríamos.

—Se separaron cuando tenía nueve. Mi mamá era escritora y cocinera a medio tiempo, y mi padre le recriminaba que pasaba más horas escribiendo que trabajando, que los libros no iban a llevarla a ninguna parte y no pagaban las cuentas. Nunca me faltó nada, pero el dinero no nos sobraba, y según papá, que Démira trabajara la jornada completa sería de más utilidad.

—¿Te quedaste a vivir con tu madre o te fuiste con él?

—Con mi madre, pero solo por un tiempo. Mi padre trasladó su taller a California y poco a poco fuimos perdiendo la relación. Hoy en día no hace más que mandarme una tarjeta de felicitaciones por mi cumpleaños. Cuando lo llamo siempre dice que está ocupado y me devolverá la llamada más tarde, cosa que después no hace. Lo entiendo, ya tiene otra familia que requiere de su atención.

Soy el menos indicado para hablar respecto a relaciones ajenas, pero quiero sacudir a su padre por parecer tan desinteresado en ella. ¿Quién, en su sano juicio, se alejaría o no mostraría ni el más mínimo interés en su hija? ¿Quién trae vida al mundo para pretender que no lo es?

—Mamá no logró superarlo. Se adentró en un círculo vicioso. Escribía de día, salía de noche, y traía un hombre distinto cada madrugada. Dejó de trabajar y comenzó a vivir de sus noviazgos. Ahora les pide dinero, ellos se lo dan hasta que ya no tienen más o son lo suficientemente inteligentes para alejarse, y ella sale otra vez en busca de un reemplazo.

La imagen de una niña llena de pecas despertándose cada mañana y viendo salir a un tipo diferente del baño cada vez que se sienta a desayunar me revuelve el estómago.

—Asumo que en algún momento dijiste «Basta».

—Cuando cumplí quince me fui a vivir con alguien más... —Hace una pausa y alinea un par de bolígrafos para no tener que verme a los ojos—. Mamá protestó, pero no fue más allá. No me impidió salir por la puerta. A papá no le conté porque sabía que si lo hacía, a pesar de que ya no teníamos mucha relación, me diría que me mudara con él a California.

—Tal vez hubieras tenido una mejor vida allí —reflexiono—, ¿por qué no te fuiste?

—Lo habría hecho, pero no me apetecía llegar a sentirme fuera de lugar en su nueva familia y sabía que me ofrecería techo y comida por obligación moral. Además, había alguien que quería en Kordell y no estaba dispuesta a alejarme.

Me sorprende oír tanta decisión y confianza en su voz, como si se tratara de alguien tan especial como para al día de hoy no arrepentirse de haberlo elegido.

Presiento que es un él.

—Dejamos la ciudad atrás y vivimos yendo y viniendo entre un lugar y otro por un tiempo, hasta que tuvimos que separarnos. —Quiero preguntar sobre quién se trata, pero temo que estaría presionando mi suerte y la haría sentir incómoda—. Tomé el primer bus que conseguí y terminé aquí. Hilda me tomó para el puesto incluso sin que hubiera terminado la preparatoria y luego me dejó instalarme sobre el depósito.

—Tú y yo tenemos más de lo que creía en común. Estábamos en la calle y esa anciana nos acogió cuando nadie más lo hizo.

La persona en cuestión está coqueteando sin pudor con un abuelo en el extremo opuesto del local cuando la campana de la entrada suena y el grupo de niñas exploradoras que viene sin falta cada domingo trae consigo un murmullo incesante. Salmeé se ajusta el delantal y rodea el mostrador. Mientras me pasa, susurra unas cuantas palabras que quedan grabadas en mi cabeza por el resto del día, volviéndome loco.

—Créeme, no es lo único que tenemos en común.

Lo que callo para no herirteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora