Me gustaría que por lo menos la caída hubiera valido la pena al hacerla reír, pero Salmeé no parece ser la clase de persona que se ríe con ese tipo de cosas.
Me pregunto de qué se reirá.
Tal vez sean los chistes de humor negro, o puede que su risa se oiga solo cuando se encuentra en la compañía de un buen libro o película. Pienso que los niños podrían robarle una carcajada con la inocencia de sus actos, o las mascotas con su adorable y estúpida conducta.
O tal vez no se ríe en absoluto.
Mientras me deshago de mi abrigo y me encargo de limpiar el baño, imagino lo que se sentirá pasar la vida sin reír. Al terminar me lavo las manos y miro el viejo reloj de cuero en mi muñeca. Es es el único que no robé, y marca las ocho menos cuarto. Me dirijo al café y la observo sentada en un taburete, con un café frente a ella.
—¿Qué estás haciendo? ¿No deberíamos abrir?
—Abrimos a las ocho y me gusta desayunar antes de hacerlo —explica concentrada en llenar la cuchara de té con cierta cantidad de azúcar.
Repite la acción una y otra vez, pero la cantidad varía en la última cucharada.—Haces que endulzar sea todo un arte.
Me siento a dos asientos de ella. Sé que necesita espacio, lo supe cuando me acerqué mientras trapeaba y cuadró los hombros con rigidez. Hilda también me advirtió.
Revuelve el café y apuesto a que es su bebida favorita en el mundo. Mira el líquido formar una especie de tornado dentro de la taza e inhala profundo.—Lo es. Si queda excesivamente dulce o por completo amargo, no soportarás más de un sorbo. Habrás echado a perder tiempo, dinero y de forma inconsciente ya no querrás tomar café por miedo a endulzarlo de más o de menos.
—Por miedo a arruinarlo —comprendo.
Es parecido a las personas. Aquellos de carácter muy dócil pueden llegar a cansarse y querer dar reinicio a su vida, prepararse otro café. Sin embargo, temen volver a ser lo que eran. Luego están las personas del café amargo, para el que sirvo de ejemplificación.
—¿Cómo sabes cuántas son las cucharadas justas?
—Práctica —contesta, aún sin mirarme. En su voz la monotonía da lugar a otro sentimiento que no sé identificar—. Yo solía endulzarlo por demás.
—Yo no solía endulzarlo en absoluto.
La taza queda suspendida en el aire, a unos centímetros de su boca. Deja el café sobre la barra y se pone de pie, pasando las manos por su delantal más de una vez, como si estuvieran sucias.—Puedes abrir, estaré en la cocina.
—¿No vas a terminar de desayunar?
Con gusto me lo termino por ella.—Se me ha ido el apetito. Puedas quedártelo.
Cuando lo pruebo, sabe perfecto.Algún día le preguntaré cuánta imperfección tuvo que atravesar para lograrlo.
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Lo que callo para no herirte
Kurzgeschichten¿Callo para no herirte o te cuento la verdad?