25. Elián

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 Miro el reloj por décima vez en lo que va de la noche

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Miro el reloj por décima vez en lo que va de la noche. ¿Cuánto se supone que tarda la gente en cenar?

Un sándwich, cinco minutos. Un plato de pasta, diez. ¿Un pedazo de carne y patatas? Doce. Si tiene mucha hambre tal vez nueve, si se trata de mí puede que tres minutos sea tiempo de sobra porque hace mucho que no como algo tan elaborado.

Estoy dejando de lado la espera por los platillos y las pausas para tomar vino y platicar. También el tiempo promedio que Salmeé se pasó en el tocador, porque estoy seguro que habrá ido mientras esperaban por la cena para no tener que escuchar al niño rico hablar de sus cutículas.

Mi trasero se está congelando y me reprocho no haber tomado un abrigo siendo consciente de que no tengo calefacción en el auto. Podría arrancar el motor y volver a Hilda's ya que Pecas, como la llama la anciana, me dejó la llaves del local, pero me niego a que él la lleve a casa sabiendo lo incómoda que la hace sentir.

Tal vez no tenga un Mercedes-Benz como el que está estacionado frente a mí, pero me gusta creer que soy un caballero. Aprendí a serlo, en realidad. Antes era incluso peor que Declan. El caso es que, a diferencia de él, no intentaré acorrarlar a Salmeé en el asiento del copiloto para robarle un beso esta noche.

No quiero que ella lo acepte a regañadientes, lo ilusione o lo termine golpeando. La violencia, por más que suene tentadora a veces, no es la solución, y el hecho de que se vea obligada a darle un puñetazo implicaría que él intentó sobrepasarse.

Así que me voy a congelar el trasero un poco más.

«Te voy a esperar, Salmeé».

Lo que callo para no herirteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora