—¿Aún es extraño? —pregunta Lily.
—Aún lo es.
Flexiono un brazo detrás de mi cabeza a modo de almohada. Hemos estado recostados en la parte trasera de mi camioneta lo suficiente como para comenzar a sentir la caída del rocío.—Me cuesta creer que luego de un año y medio sigas obligándome a mirar las estrellas en busca de una respuesta cuando sabes que no hay nada allí —señala el cielo y se encoge de hombros dentro de la chaqueta de Pascal.
—No te obligo a mirar las estrellas conmigo —recuerdo sonriente.
—Sería un fracaso de amiga si no lo hiciera. Así que mejor cierra la boca y sigue buscando tus respuestas en las constelaciones.
Estuve en coma.
Son solo palabras, pero cada una carga con un peso que a muchos podría romper. Todavía me cuesta creer que perdí semanas de mi vida acostado en el hospital, incapaz de forjar recuerdos, descubrir lugares, saborear comida, sentir la lluvia y... Todo. Me perdí todo. No fui capaz de ver amaneceres, atardeceres, mi reflejo en el espejo o el rostro de alguien más. Habría dado cualquier cosa hasta por ver con aburrimiento el techo de mi habitación, porque una cosa es decidir no hacer nada con tu vida, y otra es que esta te lo imponga.
Desde el día que desperté me aseguro de pasar una hora y tres minutos, todos los días, mirando el cielo. No solo porque me gusta observarlo, sino porque busco respuestas de la vida que tuve una vez.
Lo que más impotencia me genera es que me perdí abrazos, conversaciones y miradas, aunque no recuerde de quién.
Lily y Pascal son residentes de medicina en el hospital donde estuve internado. Fueron las segundas personas que vi al despertarme de ese largo sueño. Desde entonces me han estado ayudando y se han convertido en lo que único que tengo.
Pero como dije, fueron las segundas. La primera fue una chica.
Recuerdo sus ojos, la cantidad de pecas que tenía y esos delgados labios que empezaron a temblar en cuanto la miré. Se estaba aferrando a la barandilla de la cama con una fuerza que hizo que sus nudillos se tornaran blancos, pero pronto sus dedos se aflojaron alrededor del metal. No sabía quién era, y ella supo, con solo mirarme, que no la recordaba.
No dijo nada, simplemente se alejó.
Desde entonces intento recordar quién es, porque no tengo recuerdos de los años más recientes. Todo lo que le sigue es un espacio en blanco que me estoy esforzando por llenar de colores que desconozco.
—¿Cuál es el dato del día? —inquiero a la pelirroja.
Tenemos esta costumbre de que, para no aburrirse mientras nos tumbamos a observar la nada, suele buscar con antelación algún mito o dato. Una vez que lo comenta empieza a armar teorías sobre él y así nos la pasamos filosofando en la parte trasera de la camioneta, la cual está aparcada en el estacionamiento semi vacío del hospital dado que Lily está de turno hoy.
Suele escaparse para mirar las estrellas conmigo mientras su novio la cubre.
—No es un dato, sino una frase. —Saca su teléfono y se aclara la garganta—. «La oscuridad es tu amiga, ¿por qué le temes? Sin ella los amantes no podrían hacer sus travesuras en la noche, porque los pillarían. Sin ella no verías estrellas, es decir, testigos que contasen las locuras en nombre del amor cometidas por los enamorados. Sin ella no se habrían escrito tantos poemas, cuentos y novelas, mucho menos creado las canciones más bonitas del mundo. La oscuridad es cómplice de la creatividad y los impulsos. De ti. Nunca lo olvides. Puedes tenerle miedo, pero también puedes amarla. No todo lo que está a oscuras es malo».
Bloquea el móvil y lo deja sobre su estómago.—¿Esa de dónde la sacaste? ¿Facebook? —me burlo ocultando lo mucho que me gustó y ganando un golpe en el pecho por su parte.
—De La noche que Salmeé corrió las estrellas. Es un libro, uno muy bueno, tiene...
Me incorporo de golpe.—¿Qué dijiste?
Me mira extrañada sobre sus codos.
—Es un libro, ya sabes, de esas cosas que se abren y tienen letras que forman oraciones y oraciones que forman párrafos.
—No, Lily. —Niego extasiado—. ¿Cuál es el nombre?
—La noche que Salmeé corrió las estrellas.
Salmeé.
Recuerdo algo:
—Cuando nací mis padres no sabían cómo llamarme. Mi papá quería ponerme como la abuela, Mary, mientras mamá quería llamarme como uno de sus tantos y extraños personajes literarios, Salmeé.
—Por suerte salió Mary —digo divertido—, pero entre nosotros, ese nombre tampoco me gusta mucho. Suena a que tienes 86 años, cinco nietos y dos gatos. Me niego a llamarte así.
—¿Y cómo vas a llamarme entonces?
Pienso en algo que la represente. El mar. Conocerla fue como meterse en el agua. Al principio incómodo y frío. Luego mi cuerpo se acostumbró a la temperatura y me relajé. Su forma de pensar me arrastró como el oleaje, a lugares inexplorables, pero no temí alejarme de la costa. Ella erauna inmensidad que quería navegar. Me enseñó a flotar para alejarme de los problemas.—Creo que te llamaré Mare. Es un nombre hebreo muy bonito, ¿no?
—Diablos...
—¿Qué ocurre, Iván? Estás empezando a asustarme, idiota.
—Creo que encontré las respuestas que buscaba y no fue gracias al cielo. —La miro aturdido—. Fue gracias a ti, Lily.
—Para eso están los amigos, ¿verdad? —dice aliviada antes de tirar de mí en un abrazo de incontenible emoción.
Mary.
Mary.
Mary.
Te recordé, Mare.
Y voy a encontrarte.
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Lo que callo para no herirte
Short Story¿Callo para no herirte o te cuento la verdad?