38. Elián

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 —¡No me sueltes! —chillo al deslizarme por el hielo

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 —¡No me sueltes! —chillo al deslizarme por el hielo. Agarro la manga del abrigo de Salmeé mientras mis pies se van separando cada vez más—. ¿Cómo se supone que debo manejar estas cosas? —inquiero sin despegar los ojos de los patines.

Ella ríe.

Acabo de hacerla reír.

Me chocaría a mí mismo los cinco si pudiera.

La posibilidad de caer sobre mi retaguardia desaparece de mi mente y lo único que puedo hacer es mirarla mientras sus dientes me saludan. Sonríe como si lo hiciera todos los días y me siento un idiota por embelesarme con todo lo que hace.

—No pareces tener un talento innato para esto —señala mientras me aferro con más fuerza a su manga.

Ella sí parece tener facilidad para el patinaje. No me sorprende. Todo lo que hace le sale bien, es como si tuviera un conocimiento consustancial para saber cómo funciona cada cosa y qué debe hacer con ella. Si no hubiera dejado la escuela, estoy seguro de que hubiera conseguido alguna beca en una universidad para tíos ricos como Declan, lo que me hace agradecer egoístamente que haya tirado los libros por la borda.

De forma automática me siento mal por pensarlo. Salmeé merece eso y mucho más. Si ella quisiera y pudiera, su futuro podría brillar más que cualquier estrella.

—Vamos, déjame ayudarte —anima antes de apartarse.

Me tambaleo carente de equilibrio y preocupado por su distanciamiento. ¿Se habrá molestado porque la toqué? ¿Invadí demasiado espacio personal por hoy? La respuesta a todas mis preguntas llega y casi me da un infarto:

Me toma de las manos.

Mi cautelosa e indiferente compañera de trabajo y habitación, por primera vez, me toca de forma voluntaria. Necesito una ambulancia.

—Intenta relajarte. Te costará más mantener el equilibrio si estás tenso. —Escudriña mis pies, los cuales he logrado juntar por completo—. No te inclines hacia atrás, sino hacia adelante. Tal vez puedas doblar tus rodillas... —Lo hago, pero ni siquiera sé cómo logro procesar sus palabras. Estoy atónito mientras intercalo la vista entre nuestras manos y su rostro—. Solo lo suficiente para que no puedas ver la punta de tus pies, no tanto —corrige y asiente en señal de aprobación cuando hago lo que me indica—. Ahora comienza a deslizarte, despacio.

Está usando guantes, al igual que yo, pero eso no me impide sentir la leve y firme presión de sus dedos alrededor de los míos.

—No era tan difícil —argumento al lograr avanzar unos metros.

Está patinando en reversa para ayudarme. ¿Cómo rayos alguien que no sabe patinar puede hacer eso? Por un lado siento envidia por su facilidad, por el otro me recuerdo que de no ser un inútil para el patinaje ella no me estaría tomando de las manos.

Me gusta ser un inútil ahora. Completa y abiertamente inhábil.

—Eres una buena instructora. —Bajo la cabeza para ver cómo se mueven mis pies, lo cual resulta ser una idea fatal.

Creo que ya lo estoy dominando e intento aumentar la velocidad, cosa para lo que Salmeé no está preparada. Colisionamos de forma en que ambos perdemos el equilibrio y se oye un estruendo. Caemos sentados y cada hueso en mi interior se agrieta por la brusquedad del impacto.

—Bueno... —Hace una mueca mientras se frota la cadera—. Tú eres un pésimo estudiante. Te dije que mantuvieras los ojos al frente.

Primero palpo el hielo para asegurarme que no cederá ante nuestro peso. Una vez que sé que no recrearemos la escena de Titanic, me permito bromear.

—¿Aceptarías mis más sinceras disculpas si me comprometo a lavar los baños de Hilda's por lo que resta de la semana?

Cuando logro estar en posición vertical ella ya está sobre sus patines, de brazos cruzados.

—Lo que resta del mes —negocia, empezando a deslizarse por el lago con las manos entrelazadas a su espalda.

Patina a mi alrededor con una elegancia que está lejos de mi alcance. ¿Tendrá ADN ruso? Dicen que las patinadoras de ahí son excepcionales.

—Con una condición.

Arquea una ceja, interesada.

—No estás en posición para pautar condiciones.

—Lo haré de todas formas —advierto—. Debes decirme tres cosas sobre ti que nadie sepa.

Deja de moverse. El filo de sus patines rechina contra el hielo.

—¿Tú me dirás tres cosas sobre ti que nadie sepa también? —Su respiración es más pesada.

Trago saliva. Podría aceptar y mentir al respecto, pero ya no soy ni quiero volver a ser como mi antigua versión, la manipuladora, deshonesta y detestable. Sin embargo, no sé si estoy preparado para decirle las peores cosas que alguien podría saber sobre mí.

—No diré nada si tú tampoco lo haces —aclara con ojos brillantes.

—Deberás hacerlo, porque yo sí voy a hablar —decido.

Ambos estamos serios. Me pregunto si cree que sus tres cosas para contar son tan raras u horribles como vergonzosas.

Quiero decirle que no se preocupe, que las mías son eso y mucho más.

Lo que callo para no herirteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora